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Circunstancia y responsabilidad: Mujeres Trans detenidas en centros de inmigración en la era de COVID-19

Kelly González permanece bajo custodia de ICE en Colorado

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Gender Conference East
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(Foto del Washington Blade por Michael Key)

Nota del editor: Bamby Salcedo es la presidenta de la Coalición Translatin@

Sabemos que la pandemia del COVID-19 es la pandemia que ha estremecido el mundo y está afectando a mucha gente de muchas maneras. Muchas personas han sido infectadas con este virus y muchas más han perdido sus vidas a causa de esta pandemia. Los gobiernos han hecho mandatos para que la gente se quede en sus casas, las tasas de depresión han incrementado en muchas personas que están solas, muchas personas están perdiendo sus trabajos, mucha gente está en pánico al respecto y la economía ha sido desbastada a nivel global. La verdad es que, para muchas personas, esta es la primera vez que experimentan una crisis de esta magnitud y ni siquiera saben cómo pueden lidiar con una situación como la que estamos pasando hoy en día. La verdad también es que muchas de las personas en nuestra sociedad solamente se enfocan en hablar de ciertos tópicos que son convenientes para la sociedad como la economía, el desempleo, la falta de artículos médicos necesarios, etc. Pero nadie habla en realidad de la responsabilidad que tenemos como sociedad de proteger a las personas que son las más vulnerables como las personas Trans que se encuentran en los centros de inmigración mientras esta pandemia se sigue regando como fuego en las montañas.

Sabemos que muchas Mujeres Trans vienen a los Estados Unidos huyendo de la violencia que estas mujeres experimentan en sus países. Infortunadamente, el encontrar el sueño americano es mucho más difícil para Mujeres Trans Latinas Inmigrantes por la continua discriminación que seguimos enfrentando dentro de la suciedad de esta sociedad. En esta sociedad existe una invisibilidad de las necesidades de las Mujeres Trans Latinas, y específicamente las necesidades de las Mujeres Trans Latinas que se encuentran en los centros de detención de inmigración. Sobre todo en estos tiempos de COVID-19, donde nuestras hermanas que están en los centros de detención de inmigración nos necesitan porque ellas no tienen a nadie que abogue por ellas.

Yo, como una Mujer Trans Latina que estuvo en las cárceles, prisión y centros de detención de inmigración, y que no tuvo a nadie que abogara por mis necesidades, entiendo de la importancia de escuchar la plegaria de nuestras compañeras y entender que ellas también tienen miedo de esta epidemia y que también están a riesgo de contagio por que hay personas que tal vez sin saberlo han estado en contacto y pueden traer el COVID-19 a donde ellas deben de estar protegidas al cuidado del sistema de inmigración o como se llama en inglés ICE. La verdad es que los oficiales, enfermeros/as y personas que trabajan en estos centros de detención al igual que otras personas que ingresan al sistema, podrían ser personas que traen el COVID-19 a estos centros de detención y pueden infectar a las personas que están detenidas ahí y en este caso nuestras compañeras Trans.

Kelly González quien es una compañera que tiene casi tres años detenida bajo la custodia de ICE, junto con otras compañeras me mandaron un video expresando su preocupación y miedo de la posibilidad de contraer el virus de COVID-19 por que las condiciones en esos centros de emigración son deplorables y tienen miedo a morir. Un artículo habla de las posibilidades de infección en el Centro de Detención de Aurora (Colorado) donde Kelly se encuentra. A pesar de que Kelly es fuerte, en conjunto con otras compañeras encerradas en Aurora, decidieron arriesgarse y hacer este video para que la gente sepa cómo se sienten ellas con todo lo que está pasando, su miedo a ser infectadas y la posibilidad de morir. Imagínense, saber de una pandemia que está matando gente, que es fácil de contagiar y que toda persona está en riesgo de contagio, especialmente cuando no hay mucha sanitación, sobre todo en los centros de detención de inmigración y que no tienes la manera de tomar las medidas necesarias porque el sistema de inmigración esta al cargo de tu vida. Sabiendo que el sistema de inmigración tiene el peor record en proveer servicios de salud que cualquier clínica u hospital en cualquier lugar de los Estados Unidos, esto a cualquier persona le causaría terror, y la verdad es que yo estoy aterrorizada por las vidas de mis hermanas que están en todos los centros de inmigración.

En esta época de COVID-19 debemos de entender que esta pandemia nos está afectando a toda la humanidad. La pregunta que tenemos que contestar es, ¿Como es que vamos a tomar en cuenta a las personas trans que están detenidas en los centros de detención como Kelly y todas las demás compañeras? Y, ¿Cómo es que vamos a asegurarnos que a nuestras hermanas que están ahí no van a ser contagiadas? De igual manera tenemos que preguntarnos, como es que vamos a responsabilizar a nuestros elegidos políticos para que se responsabilicen y tomen en cuenta de que las mujeres trans en los centros de inmigración no deben ser víctimas de las circunstancias.

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Un país que vota desde el miedo y la esperanza

Candidatos pro-LGBTQ ganaron en todo el país

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La ciudad de Miami en 2020. Los resultados de las elecciones del 4 dfueron una llamada de atención para los candidatos anti-LGBTQ y antiinmigrantes.(Foto de by Yariel Valdés González por el Washington Blade)

Estados Unidos volvió a las urnas el 4 de noviembre de 2025, y el resultado fue mucho más que una contienda electoral. Lo que se vivió en Virginia, Nueva Jersey, Nueva York, Miami y California fue una radiografía moral y política de una nación que vota entre el miedo y la esperanza. Los votantes hablaron desde la incertidumbre, pero también desde la convicción de que el país todavía puede ser un espacio de justicia, inclusión y respeto.

Las victorias de Abigail Spanberger en Virginia y Mikie Sherrill en Nueva Jersey, junto al ascenso del progresista Zohran Mamdani a la alcaldía de Nueva York, el avance demócrata en Miami y la aprobación de la Proposición 50 en California, marcaron el ritmo de una elección que dejó un mensaje claro para la administración Trump: el miedo puede movilizar, pero no logra sostener el poder. La ciudadanía eligió con el corazón, cansada de los discursos de odio y del espectáculo político, y con la esperanza de reencontrarse con una política que mire hacia la gente, no hacia el poder.

El caso de Nueva York sintetiza ese cambio de rumbo. Zohran Mamdani, hijo de inmigrantes, musulmán y abiertamente progresista, centró su discurso de victoria en la defensa de la dignidad humana y la solidaridad.

“Esta noche hicimos historia”, dijo ante una multitud diversa que lo vitoreaba. “Nueva York seguirá siendo una ciudad de inmigrantes: una ciudad construida por inmigrantes, impulsada por inmigrantes y, a partir de esta noche, liderada por un inmigrante”.

 Pero su mensaje más poderoso fue el que dedicó a las comunidades más vulnerables: Aquí creemos en defender a quienes amamos, ya seas inmigrante, miembro de la comunidad trans, una de las muchas mujeres negras que Donald Trump despidió de un trabajo federal, una madre soltera que aún espera que bajen los precios de los alimentos o cualquier otra persona que se encuentre contra la pared”.

Esas palabras resonaron como una respuesta a los años de retrocesos y ataques legislativos contra las personas LGBTQ y, en especial, contra la comunidad trans. Mamdani prometió ampliar y proteger el acceso a la atención médica afirmativa de género, destinando fondos públicos para garantizar que “todos los neoyorquinos tienen acceso al tratamiento médico que necesitan”. Su compromiso coloca a Nueva York como un faro de resistencia frente a la ola de políticas restrictivas que han surgido en varios estados del país.

Lo ocurrido en noviembre tiene, además, un profundo significado para quienes viven en los márgenes del poder. Para la comunidad trans, estos resultados representan algo más que un respiro político: son una afirmación de existencia. En tiempos donde el discurso oficial ha buscado borrar identidades, negar tratamientos y criminalizar cuerpos, la victoria de líderes que defienden la inclusión devuelve la esperanza de vivir sin miedo. El voto trans, y el voto LGBTQ en general, fue más que un gesto cívico: fue un acto de supervivencia y de resistencia.

La elección también habló al corazón de las comunidades inmigrantes, de las personas que viven con VIH o enfermedades crónicas, de las minorías raciales y de quienes luchan por un salario justo. En un país donde tantos sienten que la política los ha olvidado, estas victorias locales devuelven la posibilidad de creer en la democracia como herramienta de transformación. Son un recordatorio de que la esperanza no es ingenuidad, sino el acto más valiente de quienes deciden seguir de pie.

Miami, por su parte, envió una señal inesperada. En un bastión republicano históricamente alineado con la administración Trump, la candidata demócrata tomó la delantera y forzó una segunda vuelta. En una ciudad diversa, con fuerte presencia latina, afrodescendiente e LGBTQ, el avance progresista fue un mensaje de ruptura con el voto automático y con la política del miedo. Las urnas del sur de la Florida demostraron que los cambios comienzan en los lugares menos previsibles.

Para la administración Trump, la lectura es clara. El país está enviando una advertencia: los derechos humanos no se negocian. La economía importa, pero también importa la dignidad. Los votantes quieren soluciones reales, no eslóganes; respeto, no manipulación; empatía, no imposición.

Las comunidades LGBTQ y trans han sido el rostro visible de una resistencia que no se rinde. Cada voto emitido fue un acto de esperanza frente al miedo; cada victoria, una respuesta a la violencia simbólica e institucional. Las palabras del nuevo alcalde de Nueva York se convirtieron en símbolo nacional porque trascendieron la política partidista: recordaron que en medio de la oscuridad, la humanidad todavía puede ser una política pública.

Las urnas de noviembre hablaron con la voz de quienes han sido marginados, atacados o invisibilizados. Hablan las personas trans que exigen respeto, las parejas que defienden su amor, los jóvenes que no aceptan ser silenciados, los creyentes que apuestan por una fe inclusiva y las familias que siguen creyendo en un país posible. En medio del miedo, el país eligió esperanza. Y esa esperanza —imperfecta, frágil, pero viva— puede ser el principio de una nueva historia: una en la que la igualdad no sea un sueño, sino una promesa cumplida.

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Doble exclusión, misma dignidad

Personas con discapacidades en América Latina y el Caribe se luchan dos batallas.

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El Ángel de la Independencia en la Ciudad de México (Foto de Michael K. Lavers por el Washington Blade)

En un continente donde los derechos de la comunidad LGBTQ avanzan y retroceden al ritmo de los vientos políticos, hay una realidad que casi nadie nombra: la de quienes, además de pertenecer a esta comunidad, viven con una discapacidad física, motora o sensorial. En ellos convergen dos batallas —la del reconocimiento y la de la accesibilidad— que se libran, la mayoría de las veces, en silencio.

Según el Banco Mundial, más de 85 millones de personas con discapacidad viven en América Latina y el Caribe. Al mismo tiempo, la región alberga algunos de los movimientos LGBTQ más visibles del mundo, aunque persisten graves formas de violencia y exclusión. Sin embargo, los estudios que cruzan ambas realidades son casi inexistentes. Y esa ausencia de datos también es una forma de violencia.

Ser una persona LGBTQ en América Latina todavía implica, en muchos casos, enfrentar el rechazo familiar, la discriminación laboral o la exclusión religiosa. Pero si a eso se suma una discapacidad, las barreras se multiplican. En palabras de un activista brasileño citado por CartaCapital, “cuando entro a una entrevista, me miran primero la silla de ruedas y después descubren que soy gay. Ahí empieza el doble filtro”. Este fenómeno, conocido como doble prejuicio, se refleja tanto fuera como dentro de la propia comunidad LGBTQ. A menudo, la discapacidad sigue siendo invisibilizada incluso en marchas del orgullo o campañas de diversidad, donde predominan imágenes de cuerpos normativos y jóvenes. El capacitismo —esa discriminación basada en la idea de que solo los cuerpos funcionales son válidos— se cuela incluso en los espacios que deberían ser los más inclusivos.

La desexualización de las personas con discapacidad es una de las formas más sutiles de exclusión. El reportaje argentino Sexo, discapacidad y placer, publicado por Distintas Latitudes, expone cómo la sociedad suele negar el derecho al deseo y al amor de quienes viven con alguna limitación física. Cuando además se trata de una persona LGBTQ, la negación se duplica: se les niega el cuerpo, el deseo y, con ello, una parte esencial de su dignidad humana. Como afirma la psicóloga mexicana María L. Aguilar, “la desexualización de las personas con discapacidad es una forma de violencia simbólica. Y cuando se cruza con la diversidad sexual, se convierte en una negación del derecho al placer y a la autonomía”.

El ejemplo más visible de inclusión llega desde el deporte. En los Juegos Paralímpicos de París 2024, al menos 38 atletas LGBTQ participaron, según un informe de Agencia Presentes. Pero la pregunta permanece: ¿cuántas personas LGBTQ con discapacidad fuera del ámbito deportivo logran tener voz, empleo, pareja o acceso a los servicios básicos? En un continente marcado por la desigualdad, la intersección entre orientación sexual, discapacidad, pobreza y género produce una combinación de vulnerabilidades que pocas políticas públicas abordan.

Diversos estudios advierten que las personas LGBTQ en América Latina presentan tasas más altas de depresión y ansiedad que la población general. A su vez, los informes sobre discapacidad en la región señalan altos niveles de aislamiento y falta de apoyo. Pero no existen datos interseccionales que midan cómo se viven estos desafíos cuando ambas realidades se cruzan. En países como Chile, el Observatorio de Discapacidad e Inclusión advierte una alta prevalencia de problemas de salud mental y un acceso insuficiente a servicios especializados. En Estados Unidos, investigaciones del Trevor Project muestran que los jóvenes Latine LGBTQ tienen mayor riesgo de intentos de suicidio cuando enfrentan discriminación múltiple. En América Latina y el Caribe, la ausencia de estadísticas en este campo no solo refleja desinterés: también perpetúa la invisibilidad.

Ni las leyes sobre discapacidad mencionan explícitamente a la población LGBTQ, ni las políticas de diversidad incorporan la variable de discapacidad. Un informe de la International Disability Alliance sobre la región advierte que las personas con discapacidad LGBTQ “enfrentan discriminación múltiple y carecen de protección específica”. Pese a ello, surgen señales de esperanza: en México, el Colectivo de Personas con Discapacidad LGBTQ+ impulsa iniciativas para visibilizar la exclusión doble; en Brasil, la organización Vale PCD desarrolla proyectos de inclusión laboral y cultural; y en el Caribe oriental, el Proyecto LIVITY, de la Eastern Caribbean Alliance for Diversity and Equality (ECADE), fomenta la participación política de personas con discapacidad y de la comunidad LGBTQ.

La verdadera inclusión no se mide por las rampas, ni por los discursos de tolerancia. Se mide por la capacidad de una sociedad para reconocer la dignidad humana en todas sus expresiones, sin lástima, sin morbo, sin condiciones. No se trata de aplaudir historias de superación, sino de garantizar el derecho a una vida plena. Como dijo un líder caribeño citado por ECADE: “La inclusión no es un gesto, es una decisión moral y política”.

Este tema exige una conversación continental. América Latina y el Caribe solo podrán hablar de igualdad real cuando el cuerpo, el deseo y la libertad de las personas LGBTQ con discapacidad sean respetados con la misma fuerza con que se proclama la diversidad. Nombrar lo que aún no se nombra es el primer paso hacia la justicia. Porque lo que no se mide, no se atiende; y lo que no se mira, no existe.

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Cuba

Celia Cruz, la eterna reina del azúcar

La Guarachera de Cuba fue más que una cantante

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Celia Cruz (Foto pública)

Hace un siglo nació en Cuba una mujer que transformó el mapa sonoro del mundo. Celia Cruz fue más que una cantante: fue una embajadora de la alegría, una voz que rompió muros, y un símbolo de identidad para generaciones enteras que encontraron en su grito de ¡Azúcar! una manera de resistir y de celebrar la vida.

Desde sus inicios en Las Mulatas de Fuego hasta su consagración con La Sonora Matancera, su voz se volvió sinónimo de fiesta, de nostalgia y de dignidad. Con su risa grande y su presencia arrolladora, Celia enseñó que el arte no solo entretiene: sana, consuela y redime. “Mi voz quiere volar, quiere atravesar…” cantaba, y lo hizo. Atravesó océanos, dictaduras, fronteras y lenguas. Voló desde La Habana hasta Nueva York, desde el Caribe hasta los escenarios del mundo entero, llevando consigo el eco de una isla que amó hasta el último suspiro.

En los años 90, cuando la crisis de los balseros desgarraba el corazón de Cuba, Celia regresó a su tierra. Lo hizo cantando en la Base Naval de Guantánamo, suelo cubano bajo control estadounidense. Allí, frente a hombres, mujeres y niños que habían huido del dolor, su voz se alzó como un himno de esperanza. No fue una visita política: fue un regreso espiritual. Fue su manera de besar la tierra que la vio nacer, de cantar por quienes no podían hacerlo y de abrazar a su pueblo con el poder de su música. En ese escenario, cuando pronunció “Por si acaso no regreso…”, el aire se llenó de lágrimas y tambor.

Decir Celia Cruz es hablar de Cuba, incluso cuando Cuba no podía pronunciar su nombre. En cada salsa, guaracha o rumba, vibraba el latido de una patria que vivía en su garganta. Fue nominada a trece Premios Grammy y seis Latin Grammy, de los cuales ganó cinco, y recibió doctorados honoris causa de universidades como Yale y Florida. Pero más allá de los premios, su verdadero reconocimiento fue el amor del pueblo que la hizo inmortal.

Y es que Celia no cantaba solo para divertir: cantaba para levantar el espíritu. “Oh, no hay que llorar, porque la vida es un carnaval…”, nos dejó como legado, recordándonos que el dolor también puede bailarse, que las lágrimas pueden convertirse en tambor, y que mientras exista un poco de música en el alma, habrá esperanza.

El 16 de julio de 2003, Celia se despidió del mundo desde su hogar en Fort Lee, Nueva Jersey, pero su voz no se apagó. Viajó primero a Miami para recibir el homenaje de su gente del exilio y reposa finalmente en el Bronx, donde los suyos le llevan flores y canciones. Sin embargo, la verdad es que nunca se fue: Celia Cruz sigue viviendo en cada fiesta, en cada radio, en cada rincón donde suena una clave y alguien grita ¡Azúcar!

Celia fue más que una reina. Fue un puente entre lo que fuimos y lo que soñamos ser. Nos enseñó que se puede triunfar sin olvidar las raíces, que se puede cantar sin perder la fe, y que la alegría también es una forma de resistencia. Su voz no solo atravesó el tiempo: lo conquistó.

Porque donde hubo Celia, hubo luz. Donde hubo Celia, hubo vida. Y mientras el mundo siga bailando al compás de su “carnaval”, la Reina seguirá reinando… por siempre.

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