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Chimuelo, unas veces policía y otras veces disidente en San Isidro

Director del medio socio del Blade fue detenido el domingo

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Havana, Cuba, gay news, Washington Blade
La Habana en 2017. (Foto de Michael Key por el Washington Blade)

Nota del editor: Tremenda Nota es el medio socio del Washington Blade. Esta nota salió en su sitio web el lunes.

LA HABANA — Vamos en una patrulla por la avenida de Boyeros, en La Habana. A la policía que me conduce le gustan los dibujos animados, en particular la saga de “How to Train your Dragon” (“Cómo entrenar a tu dragón”), producida por Dreamworks Animation en 2010.

“Me puse muy triste cuando se quedaron solos en la isla, porque ya Chimuelo tenía hasta un ‘chimuelito'”, dice. “Siempre estoy buscando muñequitos, él también”, señala a su compañero que va al timón.

Chimuelo es un dragón que entrena Hipo, un vikingo. Los vikingos y los dragones se odian, pero, a pesar de la inquina, Hipo no se decide a matarlo. Se hacen amigos. Es la clase de historia que tanto gusta de amores prohibidos, de relaciones impensables, de los triunfos de la humanidad sobre el prejuicio.

Esta patrulla me embarcó en La Habana Vieja y yo iba encantado con ellos, divertidísimo, con las esposas puestas como indica el protocolo.

“No me las aprietes mucho”, le dije al muchacho antes de darle las muñecas.

“No te preocupes, que tú tienes las manos flacas”, respondió cariñoso.

Quedaron sueltas, casi cómodas. Me senté de costado la mayor parte del viaje, para no apoyar la espalda sobre esas insignias de la autoridad que el cine porno ha desprestigiado tanto.

Yo quería ser detenido, de qué me iba a quejar. La tarde se me amargó cuando supe que la policía había sacado del Parque Central a la periodista Luz Escobar y ahí mismo decidí pedirles de favor que me detuvieran para tranquilizarme. Es la filosofía de Thoreau: ir preso te calma.

Llevo días inquieto por el Movimiento San Isidro, un grupo de activistas que decidió encerrarse para presionar al gobierno y conseguir la libertad de Denis Solís, un rapero. No digo #FreeDenis en las redes sociales, como tanta gente que estimo, ni me he callado como otros que también respeto, por más que prefiera ver a Denis libre para decir disparates. No es tan fácil sumarme, aunque el proceso contra Denis sea irregular y merezca una revisión, porque no hay modo de que los maricones, las tuercas y las trans podamos simpatizar con él. Hace falta distanciarse, comprender quién es y por qué está preso. Ser detenido por la misma gente que procesó a Denis, ayuda.

“Raúl Castro es maricón, ustedes se subordinan al homosexual”, dijo el rapero a un policía que, no sabemos todavía para qué, apareció en su casa. El incidente fue transmitido en Facebook por el propio Denis. Se le notaba por encima de la mascarilla que era un policía viejo, no uno de los que conocen a Chimuelo y me transportan alegres hacia algún punto del sur de La Habana.

“¡Usted es un penco (cobarde) envuelto en un uniforme!”, gritó Denis. El oficial, callado. La policía cubana no es tan discreta. Carga todas las semanas con alguien de San Isidro y se lo llevan a la unidad de Cuba y Chacón para que no les alborote La Habana Vieja.

Lo entrenan como Hipo enseñó a Chimuelo, para que vaya, venga de las unidades, y en ese paseo le florezca la pena, pierda la comprensión del contexto, empiece a creer, por ejemplo, que Trump tiene un remedio para Cuba, que Alex Otaola y Eliecer Ávila son unos sabios, que Fidel Castro era un vikingo y ellos, los de San Isidro, son los dragones.

La única opción que tengo como reportero, antes que ponerme a clamar por la inocencia de Denis Solís, es enterarme de quién es, de qué le acusan y armar con eso una historia sin lugares comunes, no una de relaciones desaprobadas que al final funcionan y nos dejan crecer gracias a su moraleja.

Denis es un homofóbico estridente y un analfabeto político que le gritaba al policía: “Yo soy el lobo solitario y te voy a explotar, ¡Trump 2020!”. Sin embargo, por eso no se puede aceptar, no se debe, que condenen a Denis sin defensa con la fórmula abreviada que usaron, típica de una justicia viciada.

Mejor que libertad para Denis sería pedir un proceso justo, hacer una solitud más viable que la opinión pública pueda respaldar, sobre todo porque San Isidro no solo tiene hambre de justicia a esta hora. Hace cuatro días algunos de los confinados dejaron de comer y de beber. La huelga empezó después que una vecina les traía alimentos y perdió la jaba en la esquina a manos de la policía.

Desde entonces, los activistas piden más: a Denis en hábeas corpus, liberado en la puerta de la casa donde están confinados; el cierre de las tiendas que el gobierno inauguró hace meses para vender productos básicos en dólares mientras no hay nada que comprar en pesos; por último, porque no vale menos la bondad de los amigos, la devolución de la jaba de comida confiscada. Quieren lo poco y lo mucho. Para lograrlo solo tienen la moneda de cambio de sus cuerpos.

“A mi marido en el pueblo le dicen Veneno”, cuenta la policía a su colega cuando la patrulla rodea el aeropuerto. “¡Fíjate lo malo que era ese niño!”.

A Maykel Castillo, uno de los huelguistas de hambre y sed, le dicen Osorbo, que significa daño en yoruba. Veneno, Osorbo y Chimuelo son como hermanos. Solo por azar los que me custodian son patrulleros y no disidentes. Denis Solís, en otras circunstancias, estaría patrullando con piel de “lobo solitario”, aunque su presidente, dice que Donald Trump, sea misógino, xenófobo y racista. Suena muy elegante Hannah Arendt cuando habla de la banalidad del mal, pero también se nota la banalidad del bien en el Movimiento San Isidro.

Porque todos los poderes, sin excepción, se fundan en la sinrazón de dominar, la disidencia tiene que ser la alternativa de la razón liberadora. La que no venga con esa cualidad vive como San Isidro, en una huelga que va a matar a alguno en nombre de la libertad de Denis Solís, de la crisis económica que simbolizan las tiendas en dólares y de una jaba arrebatada en la esquina por la policía ratera que siente la saga de Chimuelo como una obra maestra.

Las razones que tienen para morir en San Isidro son tan buenas, o tan malas, como las que podrían tener para vivir. Como se cree que vivir es un estado más garantizado y morirse nos parece a los vivos un gesto extremo, la mayoría de los que están al tanto de los activistas, gente viva, decidida a seguir así, podrá creer que estos argumentos no son suficientes para elegir el hambre letal.

El respeto que se siente ante el valor de quien decide morirse por defender algo, no basta para creer, además, que muere con toda la razón de su parte.

La policía que es novia de Veneno y su colega me traen hasta una calle oscura del pueblo de Santiago de las Vegas, al sur de La Habana. El viaje termina aquí. Devolvieron el teléfono. Les pregunto cómo volver a La Habana, dónde comerme un pan, y me explican que vuelva sobre mis pasos hasta donde hay merenderos y una parada del P12. Les digo que “gracias”.

Es justo indicar que ellos me cumplieron el sueño de ser detenido ese día. Dije “por favor, deténganme” y lo hicieron, como igualmente le cumplirán a los activistas de San Isidro el “por favor, déjenme morir”. Los patrulleros te cumplen estos pedidos, te tratan como a Chimuelo. Eres para ellos un amor imposible con moraleja.

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El Salvador

El Salvador: el costo del silencio oficial ante la violencia contra la comunidad LGBTQ

Entidades estatales son los agresores principales

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(Foto de Ernesto Valle por el Washington Blade)

En El Salvador, la violencia contra la población LGBTQ no ha disminuido: ha mutado. Lo que antes se expresaba en crímenes de odio, hoy se manifiesta en discriminación institucional, abandono y silencio estatal. Mientras el discurso oficial evita cualquier referencia a inclusión o diversidad, las cifras muestran un panorama alarmante.

Según el Informe 2025 sobre las vulneraciones de los derechos humanos de las personas LGBTQ en El Salvador, elaborado por el Observatorio de Derechos Humanos LGBTIQ+ de ASPIDH, con el apoyo de Hivos y Arcus Foundation, desde el 1 de enero al 22 de septiembre de 2025 se registraron 301 denuncias de vulneraciones de derechos.

El departamento de San Salvador concentra 155 de esas denuncias, reflejando la magnitud del problema en la capital.

Violencia institucionalizada: el Estado como principal agresor

El informe revela que las formas más recurrentes de violencia son la discriminación (57 por ciento), seguida de intimidaciones y amenazas (13 por ciento), y agresiones físicas (10 por ciento). Pero el dato más inquietante está en quiénes ejercen esa violencia.

Los cuerpos uniformados, encargados de proteger a la población, son los principales perpetradores:

  • 31.1 por ciento corresponde a la Policía Nacional Civil (PNC),
  • 26.67 por ciento al Cuerpo de Agentes Municipales (CAM),
  • 12.22 por ciento a militares desplegados en las calles bajo el régimen de excepción.

A ello se suma un 21.11 por ciento de agresiones cometidas por personal de salud pública, especialmente por enfermeras, lo que demuestra que la discriminación alcanza incluso los espacios que deberían garantizar la vida y la dignidad.

Loidi Guardado, representante de ASPIDH, comparte con Washington Blade un caso que retrata la cotidianidad de estas violencias:

“Una enfermera en la clínica VICITS de San Miguel, en la primera visita me reconoció que la persona era hijo de un promotor de salud y fue amable. Pero luego de realizarle un hisopado cambió su actitud a algo despectiva y discriminativa. Esto le sucedió a un hombre gay.”

Este tipo de episodios reflejan un deterioro en la atención pública, impulsado por una postura gubernamental que rechaza abiertamente cualquier enfoque de inclusión, y tacha la educación de género como una “ideología” a combatir.

El discurso del Ejecutivo, que se opone a toda iniciativa con perspectiva de diversidad, ha tenido consecuencias directas: el retroceso en derechos humanos, el cierre de espacios de denuncia, y una mayor vulnerabilidad para quienes pertenecen a comunidades diversas.

El miedo, la desconfianza y el exilio silencioso

El estudio también señala que el 53.49 por ciento de las víctimas son mujeres trans, seguidas por hombres gays (26.58 por ciento). Sin embargo, la mayoría de las agresiones no llega a conocimiento de las autoridades.

“En todos los ámbitos de la vida —salud, trabajo, esparcimiento— las personas LGBT nos vemos intimidadas, violentadas por parte de muchas personas. Sin embargo, las amenazas y el miedo a la revictimización nos lleva a que no denunciemos. De los casos registrados en el observatorio, el 95.35 por ciento no denunció ante las autoridades competentes”, explica Guardado.

La organización ASPIDH atribuye esta falta de denuncia a varios factores: miedo a represalias, desconfianza en las autoridades, falta de sensibilidad institucional, barreras económicas y sociales, estigma y discriminación.

Además, la ausencia de acompañamiento agrava la situación, producto del cierre de numerosas organizaciones defensoras por falta de fondos y por las nuevas normativas que las obligan a registrarse como “agentes extranjeros”.

Varias de estas organizaciones —antes vitales para el acompañamiento psicológico, legal y educativo— han migrado hacia Guatemala y Costa Rica ante la imposibilidad de operar en territorio salvadoreño.

Educación negada, derechos anulados

Mónica Linares, directora ejecutiva de ASPIDH, lamenta el deterioro de los programas educativos que antes ofrecían una oportunidad de superación para las personas trans:

“Hubo un programa del ACNUR que lamentablemente, con todo el cierre de fondos que hubo a partir de las declaraciones del presidente Trump y del presidente Bukele, pues muchas de estas instancias cerraron por el retiro de fondos del USAID.”

Ese programa —añade— beneficiaba a personas LGBTQ desde la educación primaria hasta el nivel universitario, abriendo puertas que hoy permanecen cerradas.

Actualmente, muchas personas trans apenas logran completar la primaria o el bachillerato, en un sistema educativo donde la discriminación y el acoso escolar siguen siendo frecuentes.

Organizaciones en resistencia

Las pocas organizaciones que aún operan en el país han optado por trabajar en silencio, procurando no llamar la atención del gobierno. “Buscan pasar desapercibidas”, señala Linares, “para evitar conflictos con autoridades que las ven como si no fueran sujetas de derechos”.

Desde el Centro de Intercambio y Solidaridad (CIS), su cofundadora Leslie Schuld coincide. “Hay muchas organizaciones de derechos humanos y periodistas que están en el exilio. Felicito a las organizaciones que mantienen la lucha, la concientización. Porque hay que ver estrategias, porque se está siendo silenciado, nadie puede hablar; hay capturas injustas, no hay derechos.”

Schuld agrega que el CIS continuará apoyando con un programa de becas para personas trans, con el fin de fomentar su educación y autonomía económica. Sin embargo, admite que las oportunidades laborales en el país son escasas, y la exclusión estructural continúa.

Matar sin balas: la anulación de la existencia

“En efecto, no hay datos registrados de asesinatos a mujeres trans o personas LGBTIQ+ en general, pero ahora, con la vulneración de derechos que existe en El Salvador, se está matando a esta población con la anulación de esta.”, reflexiona Linares.

Esa “anulación” a la que se refiere Linares resume el panorama actual: una violencia que no siempre deja cuerpos, pero sí vacíos. La negación institucional, la falta de políticas públicas, y la exclusión social convierten la vida cotidiana en un acto de resistencia para miles de salvadoreños LGBTQ.

En un país donde el Ejecutivo ha transformado la narrativa de derechos en una supuesta “ideología”, la diversidad se ha convertido en una amenaza política, y los cuerpos diversos, en un campo de batalla. Mientras el gobierno exalta la “seguridad” como su mayor logro, la población LGBTQ vive una inseguridad constante, no solo física, sino también emocional y social.

El Salvador, dicen los activistas, no necesita más silencio. Necesita reconocer que la verdadera paz no se impone con fuerza de uniformados, sino con justicia, respeto y dignidad.

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Un país que vota desde el miedo y la esperanza

Candidatos pro-LGBTQ ganaron en todo el país

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La ciudad de Miami en 2020. Los resultados de las elecciones del 4 dfueron una llamada de atención para los candidatos anti-LGBTQ y antiinmigrantes.(Foto de by Yariel Valdés González por el Washington Blade)

Estados Unidos volvió a las urnas el 4 de noviembre de 2025, y el resultado fue mucho más que una contienda electoral. Lo que se vivió en Virginia, Nueva Jersey, Nueva York, Miami y California fue una radiografía moral y política de una nación que vota entre el miedo y la esperanza. Los votantes hablaron desde la incertidumbre, pero también desde la convicción de que el país todavía puede ser un espacio de justicia, inclusión y respeto.

Las victorias de Abigail Spanberger en Virginia y Mikie Sherrill en Nueva Jersey, junto al ascenso del progresista Zohran Mamdani a la alcaldía de Nueva York, el avance demócrata en Miami y la aprobación de la Proposición 50 en California, marcaron el ritmo de una elección que dejó un mensaje claro para la administración Trump: el miedo puede movilizar, pero no logra sostener el poder. La ciudadanía eligió con el corazón, cansada de los discursos de odio y del espectáculo político, y con la esperanza de reencontrarse con una política que mire hacia la gente, no hacia el poder.

El caso de Nueva York sintetiza ese cambio de rumbo. Zohran Mamdani, hijo de inmigrantes, musulmán y abiertamente progresista, centró su discurso de victoria en la defensa de la dignidad humana y la solidaridad.

“Esta noche hicimos historia”, dijo ante una multitud diversa que lo vitoreaba. “Nueva York seguirá siendo una ciudad de inmigrantes: una ciudad construida por inmigrantes, impulsada por inmigrantes y, a partir de esta noche, liderada por un inmigrante”.

 Pero su mensaje más poderoso fue el que dedicó a las comunidades más vulnerables: Aquí creemos en defender a quienes amamos, ya seas inmigrante, miembro de la comunidad trans, una de las muchas mujeres negras que Donald Trump despidió de un trabajo federal, una madre soltera que aún espera que bajen los precios de los alimentos o cualquier otra persona que se encuentre contra la pared”.

Esas palabras resonaron como una respuesta a los años de retrocesos y ataques legislativos contra las personas LGBTQ y, en especial, contra la comunidad trans. Mamdani prometió ampliar y proteger el acceso a la atención médica afirmativa de género, destinando fondos públicos para garantizar que “todos los neoyorquinos tienen acceso al tratamiento médico que necesitan”. Su compromiso coloca a Nueva York como un faro de resistencia frente a la ola de políticas restrictivas que han surgido en varios estados del país.

Lo ocurrido en noviembre tiene, además, un profundo significado para quienes viven en los márgenes del poder. Para la comunidad trans, estos resultados representan algo más que un respiro político: son una afirmación de existencia. En tiempos donde el discurso oficial ha buscado borrar identidades, negar tratamientos y criminalizar cuerpos, la victoria de líderes que defienden la inclusión devuelve la esperanza de vivir sin miedo. El voto trans, y el voto LGBTQ en general, fue más que un gesto cívico: fue un acto de supervivencia y de resistencia.

La elección también habló al corazón de las comunidades inmigrantes, de las personas que viven con VIH o enfermedades crónicas, de las minorías raciales y de quienes luchan por un salario justo. En un país donde tantos sienten que la política los ha olvidado, estas victorias locales devuelven la posibilidad de creer en la democracia como herramienta de transformación. Son un recordatorio de que la esperanza no es ingenuidad, sino el acto más valiente de quienes deciden seguir de pie.

Miami, por su parte, envió una señal inesperada. En un bastión republicano históricamente alineado con la administración Trump, la candidata demócrata tomó la delantera y forzó una segunda vuelta. En una ciudad diversa, con fuerte presencia latina, afrodescendiente e LGBTQ, el avance progresista fue un mensaje de ruptura con el voto automático y con la política del miedo. Las urnas del sur de la Florida demostraron que los cambios comienzan en los lugares menos previsibles.

Para la administración Trump, la lectura es clara. El país está enviando una advertencia: los derechos humanos no se negocian. La economía importa, pero también importa la dignidad. Los votantes quieren soluciones reales, no eslóganes; respeto, no manipulación; empatía, no imposición.

Las comunidades LGBTQ y trans han sido el rostro visible de una resistencia que no se rinde. Cada voto emitido fue un acto de esperanza frente al miedo; cada victoria, una respuesta a la violencia simbólica e institucional. Las palabras del nuevo alcalde de Nueva York se convirtieron en símbolo nacional porque trascendieron la política partidista: recordaron que en medio de la oscuridad, la humanidad todavía puede ser una política pública.

Las urnas de noviembre hablaron con la voz de quienes han sido marginados, atacados o invisibilizados. Hablan las personas trans que exigen respeto, las parejas que defienden su amor, los jóvenes que no aceptan ser silenciados, los creyentes que apuestan por una fe inclusiva y las familias que siguen creyendo en un país posible. En medio del miedo, el país eligió esperanza. Y esa esperanza —imperfecta, frágil, pero viva— puede ser el principio de una nueva historia: una en la que la igualdad no sea un sueño, sino una promesa cumplida.

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Doble exclusión, misma dignidad

Personas con discapacidades en América Latina y el Caribe se luchan dos batallas.

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El Ángel de la Independencia en la Ciudad de México (Foto de Michael K. Lavers por el Washington Blade)

En un continente donde los derechos de la comunidad LGBTQ avanzan y retroceden al ritmo de los vientos políticos, hay una realidad que casi nadie nombra: la de quienes, además de pertenecer a esta comunidad, viven con una discapacidad física, motora o sensorial. En ellos convergen dos batallas —la del reconocimiento y la de la accesibilidad— que se libran, la mayoría de las veces, en silencio.

Según el Banco Mundial, más de 85 millones de personas con discapacidad viven en América Latina y el Caribe. Al mismo tiempo, la región alberga algunos de los movimientos LGBTQ más visibles del mundo, aunque persisten graves formas de violencia y exclusión. Sin embargo, los estudios que cruzan ambas realidades son casi inexistentes. Y esa ausencia de datos también es una forma de violencia.

Ser una persona LGBTQ en América Latina todavía implica, en muchos casos, enfrentar el rechazo familiar, la discriminación laboral o la exclusión religiosa. Pero si a eso se suma una discapacidad, las barreras se multiplican. En palabras de un activista brasileño citado por CartaCapital, “cuando entro a una entrevista, me miran primero la silla de ruedas y después descubren que soy gay. Ahí empieza el doble filtro”. Este fenómeno, conocido como doble prejuicio, se refleja tanto fuera como dentro de la propia comunidad LGBTQ. A menudo, la discapacidad sigue siendo invisibilizada incluso en marchas del orgullo o campañas de diversidad, donde predominan imágenes de cuerpos normativos y jóvenes. El capacitismo —esa discriminación basada en la idea de que solo los cuerpos funcionales son válidos— se cuela incluso en los espacios que deberían ser los más inclusivos.

La desexualización de las personas con discapacidad es una de las formas más sutiles de exclusión. El reportaje argentino Sexo, discapacidad y placer, publicado por Distintas Latitudes, expone cómo la sociedad suele negar el derecho al deseo y al amor de quienes viven con alguna limitación física. Cuando además se trata de una persona LGBTQ, la negación se duplica: se les niega el cuerpo, el deseo y, con ello, una parte esencial de su dignidad humana. Como afirma la psicóloga mexicana María L. Aguilar, “la desexualización de las personas con discapacidad es una forma de violencia simbólica. Y cuando se cruza con la diversidad sexual, se convierte en una negación del derecho al placer y a la autonomía”.

El ejemplo más visible de inclusión llega desde el deporte. En los Juegos Paralímpicos de París 2024, al menos 38 atletas LGBTQ participaron, según un informe de Agencia Presentes. Pero la pregunta permanece: ¿cuántas personas LGBTQ con discapacidad fuera del ámbito deportivo logran tener voz, empleo, pareja o acceso a los servicios básicos? En un continente marcado por la desigualdad, la intersección entre orientación sexual, discapacidad, pobreza y género produce una combinación de vulnerabilidades que pocas políticas públicas abordan.

Diversos estudios advierten que las personas LGBTQ en América Latina presentan tasas más altas de depresión y ansiedad que la población general. A su vez, los informes sobre discapacidad en la región señalan altos niveles de aislamiento y falta de apoyo. Pero no existen datos interseccionales que midan cómo se viven estos desafíos cuando ambas realidades se cruzan. En países como Chile, el Observatorio de Discapacidad e Inclusión advierte una alta prevalencia de problemas de salud mental y un acceso insuficiente a servicios especializados. En Estados Unidos, investigaciones del Trevor Project muestran que los jóvenes Latine LGBTQ tienen mayor riesgo de intentos de suicidio cuando enfrentan discriminación múltiple. En América Latina y el Caribe, la ausencia de estadísticas en este campo no solo refleja desinterés: también perpetúa la invisibilidad.

Ni las leyes sobre discapacidad mencionan explícitamente a la población LGBTQ, ni las políticas de diversidad incorporan la variable de discapacidad. Un informe de la International Disability Alliance sobre la región advierte que las personas con discapacidad LGBTQ “enfrentan discriminación múltiple y carecen de protección específica”. Pese a ello, surgen señales de esperanza: en México, el Colectivo de Personas con Discapacidad LGBTQ+ impulsa iniciativas para visibilizar la exclusión doble; en Brasil, la organización Vale PCD desarrolla proyectos de inclusión laboral y cultural; y en el Caribe oriental, el Proyecto LIVITY, de la Eastern Caribbean Alliance for Diversity and Equality (ECADE), fomenta la participación política de personas con discapacidad y de la comunidad LGBTQ.

La verdadera inclusión no se mide por las rampas, ni por los discursos de tolerancia. Se mide por la capacidad de una sociedad para reconocer la dignidad humana en todas sus expresiones, sin lástima, sin morbo, sin condiciones. No se trata de aplaudir historias de superación, sino de garantizar el derecho a una vida plena. Como dijo un líder caribeño citado por ECADE: “La inclusión no es un gesto, es una decisión moral y política”.

Este tema exige una conversación continental. América Latina y el Caribe solo podrán hablar de igualdad real cuando el cuerpo, el deseo y la libertad de las personas LGBTQ con discapacidad sean respetados con la misma fuerza con que se proclama la diversidad. Nombrar lo que aún no se nombra es el primer paso hacia la justicia. Porque lo que no se mide, no se atiende; y lo que no se mira, no existe.

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