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Rusia es el destino nada hospitalario de las mujeres trans cubanas
‘Se puede hablar de un éxodo’

Tremenda Nota es el medio socio del Washington Blade. Esta nota salió en su portal el 24 de marzo.
LA HABANA — La activista trans Kiriam Gutiérrez alertó esta semana, durante una transmisión en vivo por su cuenta de Facebook, sobre la migración a Rusia de numerosas mujeres trans cubanas, expuestas permanentemente a una vulnerabilidad económica que agrava ahora la epidemia de covid-19.
“La comunidad trans en Cuba está pasando por una grandísima crisis. La comunidad trans en Cuba está emigrando en masa, se están yendo muchas mujeres trans para Rusia, a exponerse a cruzar fronteras, porque el 90 por ciento son prostitutas y llevan un año de pandemia que no tienen trabajo”, alertó Gutiérrez.
Rusia, según pudo confirmar Tremenda Nota en conversación con la activista y actriz, es el destino principal de las migrantes trans. Para viajar a Moscú no es necesario solicitar visa. Sin embargo, en los territorios de la antigua Unión Soviética no hay un clima favorable a la comunidad LGBTI+.
La Federación Rusa está considerada por expertos como uno los países más transfóbicos y homofóbicos de Europa. No existen estadísticas oficiales de crímenes de odio contra la comunidad LGTBI+. Según una encuesta publicada en 2019, solo el 47 por ciento de los rusos cree que gays, lesbianas, bisexuales y trans deben tener los mismos derechos que el resto de la ciudadanía.
Desde 2013 está en vigor en Rusia una ley que impide difundir información acerca de la “homosexualidad”, un término que engloba todas las identidades sexuales en el discurso oficial. Esa normativa fue aprobada por el parlamento bajo el nombre de “Ley para la protección de niños y niñas frente a la información que promueva la falta de valores familiares tradicionales”.
La ley provocó una autocensura generalizada en los medios de información rusos. A partir de entonces, el desequilibrio respecto a temas LGBTI+ fue mayor. La televisión federal comenzó a emitir solo comentarios negativos.
La falta de protección legal es uno de los mayores problemas para los activistas y personas LGBTI+ en Rusia, donde la “homosexualidad” fue considerada delito hasta 1993 y trastorno de salud mental hasta 1999.
Resulta muy difícil juzgar los crímenes y agresiones como delitos de odio. Esa noción jurídica, adoptada cada vez por más países, no está contemplada en el código penal ruso. Por tanto, la mayoría de las agresiones contra gays, lesbianas, bisexuales y trans quedan escondidas bajo otras razones que no revelan relación con la orientación sexual o la identidad de género.
En los últimos años, las personas trans se han visto obligadas a navegar por un laberinto de políticas impredecibles. El Ministerio de Salud, por ejemplo, estableció un procedimiento para corregir documentos legales, pero no ha habido coherencia en cuanto al plazo legal que tienen las oficinas gubernamentales para responder las solicitudes.
Este contexto social y legal propicia el empobrecimiento de la comunidad trans. Los gastos que conlleva una cirugía genital son impagables. En muchas ocasiones, las personas trans tienen que viajar hasta Moscú, San Petersburgo u otras grandes ciudades en las que funcionan los juzgados que permiten la actualización de los documentos legales.

Mujeres trans cubanas entre la discriminación, la deportación y la muerte
“Se puede hablar de un éxodo de mujeres trans a Rusia”, enfatizó Kiriam Gutiérrez a Tremenda Nota. La activista conoce a varias decenas de personas que están en ese país, impedidas de regresar por la epidemia, o que han pasado por Moscú en algún momento reciente.
Según estadísticas de la Guardia Fronteriza rusa citadas por el periódico español El País, cada año cerca de 25.000 cubanos llegan como turistas. El acuerdo entre Moscú y La Habana permite que los cubanos entren sin visado y puedan permanecer hasta 90 días como turistas.
Sin embargo, algunos llegan para quedarse. Otros, a menudo estafados, pagan miles de dólares por los pasajes y supuestos documentos que les permitirán seguir hasta España o Italia. Algunos van pocos días para comprar mercancía y revenderla en La Habana.
Las personas trans pueden estar en cualquier categoría. La activista Kiriam Gutiérrez, que también viajó a Rusia en 2019, dijo a Tremenda Nota que abundan las historias de mujeres que han chocado de golpe con la realidad rusa. Hay quienes han sufrido en carne propia lo que significa ser LGBTI+ en ese país y no faltan quienes no pudieron sobrevivir a la experiencia.
En abril de 2020, El País publicaba la odisea de algunos cubanos varados en Moscú. Entre ellos estaba Yenifer León, una mujer trans que quedó atrapada en la capital rusa por culpa de la epidemia de covid-19. Un mes después, la cubana fue noticia nuevamente. Había muerto a la edad de 33 años, prácticamente sola, a más de diez mil kilómetros de su familia.
Según contó una amiga de Yenifer a la periodista Darcy Borrero, de Tremenda Nota, la mujer acudió a un médico ruso que no quiso darle atención por tener VIH.
Yenifer murió en mayo de 2020. Neumonía tuberculosa fue el diagnóstico que dieron en una clínica donde suelen atender a personas sin hogar. La unidad en la que estaba Yenifer se especializa en personas seropositivas. Aunque murió lejos de Cuba, su historia se ajusta a las estadísticas de la población trans latinoamericana, que tiene un promedio de vida de solo 35 años. A casi un año de su muerte, el cuerpo de Yenifer León no ha sido repatriado.

Esta es una entre tantas historias, la mayoría sin contar, sobre la comunidad LGBTI+ cubana impulsada a migrar, incluso en esta escapatoria desesperada que las conduce a la Rusia de Vladímir Putin.
El presidente ruso ha asegurado en varias ocasiones que mientras permanezca en el poder, la Federación Rusa nunca legalizará los matrimonios entre personas del mismo género. Sus declaraciones más recientes sobre el tema apenas datan de febrero de 2020.
Desde su toma de posesión hace 20 años, Putin ha apoyado la moral tradicional que promueve la Iglesia Ortodoxa Rusa y siempre se ha manifestado categóricamente en contra de la uniones legales de personas LGBTI+ argumentando que “no produce hijos”.
Aunque la situación es problemática en todo el país, hay regiones donde los derechos LGBTI+ están más amenazados. Es el caso de Chechenia, uno de los territorios más herméticos de Rusia. La comunidad LGBTI+ desde hace años ha sido víctimas de una persecución a la que intentan dar voz, a duras penas, varias organizaciones defensoras de derechos humanos.
Una investigación del diario ruso Novaya Gazeta denunció en 2017 una purga contra homosexuales. Se saldó con tres asesinatos. Se reportó incluso de la existencia de campos de concentración.
Las autoridades rusas y chechenas desmintieron estas sospechas. No obstante, el líder político de esa región, Ramzán Kadírov, ha tratado a gays, lesbianas, bisexuales y trans como “demonios, no personas”.
A pesar de esta situación, la migración trans cubana hacia Rusia continúa en ascenso. Las cifras exactas se desconocen, pero las alarmas saltan a menudo.
La activista Kiriam Gutiérrez se expresó con palabras contundentes sobre la situación de las personas trans migrantes, después de comentar un acto transfóbico reportado en el centro de Cuba: “(La comunidad trans) Se está muriendo de hambre en Cuba. Se han muerto en Rusia por la falta de atención médica. A quien no le guste, que lo arregle”.
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Un país que vota desde el miedo y la esperanza
Candidatos pro-LGBTQ ganaron en todo el país
Estados Unidos volvió a las urnas el 4 de noviembre de 2025, y el resultado fue mucho más que una contienda electoral. Lo que se vivió en Virginia, Nueva Jersey, Nueva York, Miami y California fue una radiografía moral y política de una nación que vota entre el miedo y la esperanza. Los votantes hablaron desde la incertidumbre, pero también desde la convicción de que el país todavía puede ser un espacio de justicia, inclusión y respeto.
Las victorias de Abigail Spanberger en Virginia y Mikie Sherrill en Nueva Jersey, junto al ascenso del progresista Zohran Mamdani a la alcaldía de Nueva York, el avance demócrata en Miami y la aprobación de la Proposición 50 en California, marcaron el ritmo de una elección que dejó un mensaje claro para la administración Trump: el miedo puede movilizar, pero no logra sostener el poder. La ciudadanía eligió con el corazón, cansada de los discursos de odio y del espectáculo político, y con la esperanza de reencontrarse con una política que mire hacia la gente, no hacia el poder.
El caso de Nueva York sintetiza ese cambio de rumbo. Zohran Mamdani, hijo de inmigrantes, musulmán y abiertamente progresista, centró su discurso de victoria en la defensa de la dignidad humana y la solidaridad.
“Esta noche hicimos historia”, dijo ante una multitud diversa que lo vitoreaba. “Nueva York seguirá siendo una ciudad de inmigrantes: una ciudad construida por inmigrantes, impulsada por inmigrantes y, a partir de esta noche, liderada por un inmigrante”.
Pero su mensaje más poderoso fue el que dedicó a las comunidades más vulnerables: Aquí creemos en defender a quienes amamos, ya seas inmigrante, miembro de la comunidad trans, una de las muchas mujeres negras que Donald Trump despidió de un trabajo federal, una madre soltera que aún espera que bajen los precios de los alimentos o cualquier otra persona que se encuentre contra la pared”.
Esas palabras resonaron como una respuesta a los años de retrocesos y ataques legislativos contra las personas LGBTQ y, en especial, contra la comunidad trans. Mamdani prometió ampliar y proteger el acceso a la atención médica afirmativa de género, destinando fondos públicos para garantizar que “todos los neoyorquinos tienen acceso al tratamiento médico que necesitan”. Su compromiso coloca a Nueva York como un faro de resistencia frente a la ola de políticas restrictivas que han surgido en varios estados del país.
Lo ocurrido en noviembre tiene, además, un profundo significado para quienes viven en los márgenes del poder. Para la comunidad trans, estos resultados representan algo más que un respiro político: son una afirmación de existencia. En tiempos donde el discurso oficial ha buscado borrar identidades, negar tratamientos y criminalizar cuerpos, la victoria de líderes que defienden la inclusión devuelve la esperanza de vivir sin miedo. El voto trans, y el voto LGBTQ en general, fue más que un gesto cívico: fue un acto de supervivencia y de resistencia.
La elección también habló al corazón de las comunidades inmigrantes, de las personas que viven con VIH o enfermedades crónicas, de las minorías raciales y de quienes luchan por un salario justo. En un país donde tantos sienten que la política los ha olvidado, estas victorias locales devuelven la posibilidad de creer en la democracia como herramienta de transformación. Son un recordatorio de que la esperanza no es ingenuidad, sino el acto más valiente de quienes deciden seguir de pie.
Miami, por su parte, envió una señal inesperada. En un bastión republicano históricamente alineado con la administración Trump, la candidata demócrata tomó la delantera y forzó una segunda vuelta. En una ciudad diversa, con fuerte presencia latina, afrodescendiente e LGBTQ, el avance progresista fue un mensaje de ruptura con el voto automático y con la política del miedo. Las urnas del sur de la Florida demostraron que los cambios comienzan en los lugares menos previsibles.
Para la administración Trump, la lectura es clara. El país está enviando una advertencia: los derechos humanos no se negocian. La economía importa, pero también importa la dignidad. Los votantes quieren soluciones reales, no eslóganes; respeto, no manipulación; empatía, no imposición.
Las comunidades LGBTQ y trans han sido el rostro visible de una resistencia que no se rinde. Cada voto emitido fue un acto de esperanza frente al miedo; cada victoria, una respuesta a la violencia simbólica e institucional. Las palabras del nuevo alcalde de Nueva York se convirtieron en símbolo nacional porque trascendieron la política partidista: recordaron que en medio de la oscuridad, la humanidad todavía puede ser una política pública.
Las urnas de noviembre hablaron con la voz de quienes han sido marginados, atacados o invisibilizados. Hablan las personas trans que exigen respeto, las parejas que defienden su amor, los jóvenes que no aceptan ser silenciados, los creyentes que apuestan por una fe inclusiva y las familias que siguen creyendo en un país posible. En medio del miedo, el país eligió esperanza. Y esa esperanza —imperfecta, frágil, pero viva— puede ser el principio de una nueva historia: una en la que la igualdad no sea un sueño, sino una promesa cumplida.
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Doble exclusión, misma dignidad
Personas con discapacidades en América Latina y el Caribe se luchan dos batallas.
En un continente donde los derechos de la comunidad LGBTQ avanzan y retroceden al ritmo de los vientos políticos, hay una realidad que casi nadie nombra: la de quienes, además de pertenecer a esta comunidad, viven con una discapacidad física, motora o sensorial. En ellos convergen dos batallas —la del reconocimiento y la de la accesibilidad— que se libran, la mayoría de las veces, en silencio.
Según el Banco Mundial, más de 85 millones de personas con discapacidad viven en América Latina y el Caribe. Al mismo tiempo, la región alberga algunos de los movimientos LGBTQ más visibles del mundo, aunque persisten graves formas de violencia y exclusión. Sin embargo, los estudios que cruzan ambas realidades son casi inexistentes. Y esa ausencia de datos también es una forma de violencia.
Ser una persona LGBTQ en América Latina todavía implica, en muchos casos, enfrentar el rechazo familiar, la discriminación laboral o la exclusión religiosa. Pero si a eso se suma una discapacidad, las barreras se multiplican. En palabras de un activista brasileño citado por CartaCapital, “cuando entro a una entrevista, me miran primero la silla de ruedas y después descubren que soy gay. Ahí empieza el doble filtro”. Este fenómeno, conocido como doble prejuicio, se refleja tanto fuera como dentro de la propia comunidad LGBTQ. A menudo, la discapacidad sigue siendo invisibilizada incluso en marchas del orgullo o campañas de diversidad, donde predominan imágenes de cuerpos normativos y jóvenes. El capacitismo —esa discriminación basada en la idea de que solo los cuerpos funcionales son válidos— se cuela incluso en los espacios que deberían ser los más inclusivos.
La desexualización de las personas con discapacidad es una de las formas más sutiles de exclusión. El reportaje argentino Sexo, discapacidad y placer, publicado por Distintas Latitudes, expone cómo la sociedad suele negar el derecho al deseo y al amor de quienes viven con alguna limitación física. Cuando además se trata de una persona LGBTQ, la negación se duplica: se les niega el cuerpo, el deseo y, con ello, una parte esencial de su dignidad humana. Como afirma la psicóloga mexicana María L. Aguilar, “la desexualización de las personas con discapacidad es una forma de violencia simbólica. Y cuando se cruza con la diversidad sexual, se convierte en una negación del derecho al placer y a la autonomía”.
El ejemplo más visible de inclusión llega desde el deporte. En los Juegos Paralímpicos de París 2024, al menos 38 atletas LGBTQ participaron, según un informe de Agencia Presentes. Pero la pregunta permanece: ¿cuántas personas LGBTQ con discapacidad fuera del ámbito deportivo logran tener voz, empleo, pareja o acceso a los servicios básicos? En un continente marcado por la desigualdad, la intersección entre orientación sexual, discapacidad, pobreza y género produce una combinación de vulnerabilidades que pocas políticas públicas abordan.
Diversos estudios advierten que las personas LGBTQ en América Latina presentan tasas más altas de depresión y ansiedad que la población general. A su vez, los informes sobre discapacidad en la región señalan altos niveles de aislamiento y falta de apoyo. Pero no existen datos interseccionales que midan cómo se viven estos desafíos cuando ambas realidades se cruzan. En países como Chile, el Observatorio de Discapacidad e Inclusión advierte una alta prevalencia de problemas de salud mental y un acceso insuficiente a servicios especializados. En Estados Unidos, investigaciones del Trevor Project muestran que los jóvenes Latine LGBTQ tienen mayor riesgo de intentos de suicidio cuando enfrentan discriminación múltiple. En América Latina y el Caribe, la ausencia de estadísticas en este campo no solo refleja desinterés: también perpetúa la invisibilidad.
Ni las leyes sobre discapacidad mencionan explícitamente a la población LGBTQ, ni las políticas de diversidad incorporan la variable de discapacidad. Un informe de la International Disability Alliance sobre la región advierte que las personas con discapacidad LGBTQ “enfrentan discriminación múltiple y carecen de protección específica”. Pese a ello, surgen señales de esperanza: en México, el Colectivo de Personas con Discapacidad LGBTQ+ impulsa iniciativas para visibilizar la exclusión doble; en Brasil, la organización Vale PCD desarrolla proyectos de inclusión laboral y cultural; y en el Caribe oriental, el Proyecto LIVITY, de la Eastern Caribbean Alliance for Diversity and Equality (ECADE), fomenta la participación política de personas con discapacidad y de la comunidad LGBTQ.
La verdadera inclusión no se mide por las rampas, ni por los discursos de tolerancia. Se mide por la capacidad de una sociedad para reconocer la dignidad humana en todas sus expresiones, sin lástima, sin morbo, sin condiciones. No se trata de aplaudir historias de superación, sino de garantizar el derecho a una vida plena. Como dijo un líder caribeño citado por ECADE: “La inclusión no es un gesto, es una decisión moral y política”.
Este tema exige una conversación continental. América Latina y el Caribe solo podrán hablar de igualdad real cuando el cuerpo, el deseo y la libertad de las personas LGBTQ con discapacidad sean respetados con la misma fuerza con que se proclama la diversidad. Nombrar lo que aún no se nombra es el primer paso hacia la justicia. Porque lo que no se mide, no se atiende; y lo que no se mira, no existe.
Hace un siglo nació en Cuba una mujer que transformó el mapa sonoro del mundo. Celia Cruz fue más que una cantante: fue una embajadora de la alegría, una voz que rompió muros, y un símbolo de identidad para generaciones enteras que encontraron en su grito de ¡Azúcar! una manera de resistir y de celebrar la vida.
Desde sus inicios en Las Mulatas de Fuego hasta su consagración con La Sonora Matancera, su voz se volvió sinónimo de fiesta, de nostalgia y de dignidad. Con su risa grande y su presencia arrolladora, Celia enseñó que el arte no solo entretiene: sana, consuela y redime. “Mi voz quiere volar, quiere atravesar…” cantaba, y lo hizo. Atravesó océanos, dictaduras, fronteras y lenguas. Voló desde La Habana hasta Nueva York, desde el Caribe hasta los escenarios del mundo entero, llevando consigo el eco de una isla que amó hasta el último suspiro.
En los años 90, cuando la crisis de los balseros desgarraba el corazón de Cuba, Celia regresó a su tierra. Lo hizo cantando en la Base Naval de Guantánamo, suelo cubano bajo control estadounidense. Allí, frente a hombres, mujeres y niños que habían huido del dolor, su voz se alzó como un himno de esperanza. No fue una visita política: fue un regreso espiritual. Fue su manera de besar la tierra que la vio nacer, de cantar por quienes no podían hacerlo y de abrazar a su pueblo con el poder de su música. En ese escenario, cuando pronunció “Por si acaso no regreso…”, el aire se llenó de lágrimas y tambor.
Decir Celia Cruz es hablar de Cuba, incluso cuando Cuba no podía pronunciar su nombre. En cada salsa, guaracha o rumba, vibraba el latido de una patria que vivía en su garganta. Fue nominada a trece Premios Grammy y seis Latin Grammy, de los cuales ganó cinco, y recibió doctorados honoris causa de universidades como Yale y Florida. Pero más allá de los premios, su verdadero reconocimiento fue el amor del pueblo que la hizo inmortal.
Y es que Celia no cantaba solo para divertir: cantaba para levantar el espíritu. “Oh, no hay que llorar, porque la vida es un carnaval…”, nos dejó como legado, recordándonos que el dolor también puede bailarse, que las lágrimas pueden convertirse en tambor, y que mientras exista un poco de música en el alma, habrá esperanza.
El 16 de julio de 2003, Celia se despidió del mundo desde su hogar en Fort Lee, Nueva Jersey, pero su voz no se apagó. Viajó primero a Miami para recibir el homenaje de su gente del exilio y reposa finalmente en el Bronx, donde los suyos le llevan flores y canciones. Sin embargo, la verdad es que nunca se fue: Celia Cruz sigue viviendo en cada fiesta, en cada radio, en cada rincón donde suena una clave y alguien grita ¡Azúcar!
Celia fue más que una reina. Fue un puente entre lo que fuimos y lo que soñamos ser. Nos enseñó que se puede triunfar sin olvidar las raíces, que se puede cantar sin perder la fe, y que la alegría también es una forma de resistencia. Su voz no solo atravesó el tiempo: lo conquistó.
Porque donde hubo Celia, hubo luz. Donde hubo Celia, hubo vida. Y mientras el mundo siga bailando al compás de su “carnaval”, la Reina seguirá reinando… por siempre.
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