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Ser transgénero o no: la encrucijada de una exiliada cubana
Dayana Mena López encontró refugio en la Florida

JACKSONVILLE, Florida — Durante los ocho meses que Dayana Mena López estuvo bajo la custodia del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de EEUU en un proceso de asilo tuvo muchas veces que dejar de ser ella misma. Dudó mostrarse tal y como era, una mujer transgénero, por el miedo al aislamiento social, que significaba separarse de los amigos que había construido mientras estuvo encarcelada y que no la discriminaban por su orientación sexual ni por su identidad de género.
La primera vez que esta cubana de 23 años se auto-encerró en el clóset fue cuando solicitó asilo en un puerto de entrada en El Paso, Texas, en enero de 2019. Mena se presentó como un hombre gay porque su amigo, un hombre homosexual con el cual había hecho el recorrido desde Cuba, no quería separarse de ella.
“Tenía mucho miedo de estar solo”, dijo Mena. “Por eso pedí asilo de esta forma”.
De todas formas, Mena fue separada de su amigo cuando ICE la transfirió al Centro Correccional del Condado de Cibola, un centro de detención privado en Milan, Nuevo México, que alguna vez tuvo una unidad para detenidos trans. El amigo con el que ingresó a los Estados Unidos finalmente fue deportado a Cuba.
ICE nuevamente transfirió a Mena al Centro Correccional del Condado de Tallahatchie, otra prisión privada en Tutwiler, Misisipí.
En una demanda federal que el Southern Poverty Law Center presentó en nombre de Mena y otros detenidos de ICE a los que se les había denegado la libertad condicional, refiere que Mena “nuevamente identificada como trans” estuvo recluida en régimen de aislamiento durante un mes mientras esperaba su entrevista de Miedo Creíble, uno de los primeros pasos en el proceso de asilo político.
Las personas transgénero representan el 0.1 por ciento de la población detenida por ICE y según datos de 2019, el 12 por ciento de los informes de agresión sexual provienen de personas con esta identificación. Sin embargo, Mena jamás fue parte de esa estadística.
“Nunca tuve problemas con nadie”, dijo. “No fui víctima de la homofobia, por el contrario. Los cubanos siempre me estaban defendiendo”.
La política de ICE advierte que los detenidos transgénero deberán ser temporalmente ubicados en un lugar diferente a la población general no más de 72 horas hasta la clasificación, alojamiento y otras necesidades puedan ser evaluadas por el Comité de Cuidado y Clasificación de Transgéneros (TCCC por sus siglas en inglés). El documento agrega además que la ubicación en aislamiento de estos detenidos debe ser usada únicamente como último recurso y cuando otras opciones de alojamiento no existan.
Mena contó en una exclusiva con al Washington Blade que la razón de su aislamiento era “supuestamente para mi protección, para no sufrir violaciones, etc.” Mena afirmó que podía hablar con otros detenidos a través de la ventana de vidrio que tienen las puertas de las celdas.
Y es que la mayoría de los albergues de Tallahatchie no son dormitorios abiertos. Cuando los detenidos permanecen encerrados en unas pequeñas celdas con espacio solo para dos camas, una tasa, un lavamanos y un espejo, el espacio común para las mesas, televisores y las duchas queda vacío. Ahí era cuando Mena podía salir. Un guardia de ascendencia puertorriqueña le permitía salir y no le cerraba la puerta cuando él estaba de servicio.
Cuando Mena fue trasladada al Centro de Procesamiento ICE de Pine Prairie, otro centro de detención privado en Pine Prairie, Luisiana, fue inicialmente colocada junto con la población general. La demanda del Southern Poverty Law Center agrega que ICE la reubicó de nuevo en confinamiento solitario durante “varios días”.
“El director de la prisión me tuvo en el hoyo durante cuatro días cuando, después de que en una evaluación médica y psicológica, dije que me identificaba como una persona transgénero. Fui detenida junto con otra compañera”.
Mena declaró que los abogados del Southern Poverty Law Center intervinieron en nombre de ella con la máxima autoridad de la prisión y cuestionaron el discriminatorio aislamiento que sufría.
“Luego nos liberaron del agujero y nos hicieron firmar un documento que decía que era nuestra responsabilidad si algo sucedía. También me dieron otro papel para presentar a los oficiales diciendo que no podían revisarme, ni siquiera tocarme”.
Sin embargo, Mena explicó al Blade que durante su estancia en Pine Prairie los oficiales mantenían con ella una relación casi de amistad, “excepto por una mujer que es la más racista que he conocido en mi vida”, apuntó. Hacía el papeleo de entrada y salida de los detenidos, un trabajo donde se ganó la confianza de los oficiales, al punto de estar varias veces fuera del centro sin esposas.
Los abogados de Mena en mayo de 2019 le pidieron a ICE que la transfiriera a la unidad del Centro Correccional del Condado de Cibola para mujeres trans, pero la solicitud no fue aceptada.
El hecho de tener que esconder su verdadera identidad como mujer transgénero para evitar el aislamiento social, que viene siendo como un encierro sobre el encierro, la afectó sobremanera, al punto de sentir que sufría casi la misma discriminación que en su natal Cuba. “Nunca voy a olvidar ese día en la mañana cuando desperté con lágrimas en mis ojos cansada de la discriminación, de ser apartada como bicho raro o como si presentara un peligro para la sociedad”.
En una búsqueda desesperada por salir de aquel confinamiento infernal, cortó con una rasuradora su larga cabellera. “Tuve temblores en mis manos cuando corté cada uno de mis cabellos tan solo para ser aceptada y dejar de ser yo en aquel momento. Tuve sentimientos encontrados, debido a la discriminación que sentí por los oficiales de ICE y los oficiales que custodiaban nuestra seguridad. Fue frustrante saber que estaba huyendo de un país debido a ese tipo de problemas y sentir las mismas condiciones de reproche en un país de libertad”.
Su audiencia final en su caso de asilo tuvo lugar el 1 de agosto de 2019 en el contexto de la política de inmigración de mano dura de la administración Trump que, entre otras cosas, busca limitar drásticamente el número de solicitantes de asilo permitidos en los EEUU. Ese día permaneció en corte más de seis horas.
“Tuve un mal momento con el fiscal, quien me trató mal”, añadió Mena. “Me llamaba mentirosa. Incluso un experto el día antes de mi audiencia examinó mi cuerpo para verificar que las heridas y cicatrices que tenía en mi cuerpo eran reales”.
El juez le otorgó el asilo ese mismo día, pero ICE no la liberó hasta el 5 de agosto de 2019.
“El día que vi mi nombre en la lista para irme, lloré más que nadie en este mundo”, confesó Mena al Blade. “Lloré más que cuando salí de Cuba. Lloré porque tenía una felicidad que muchas otras personas anhelan”.
“No pude comer ese día y vi a personas a mi lado llorando”, agregó. “Todo el grupo, 140 personas, me aplaudieron cuando salí por la puerta. Es algo gratificante, pero al mismo tiempo duele mucho ”.
Un amigo de su padre la recogió y la llevó hasta Jacksonville, al norte del estado de la Florida. Casi un año después en esa ciudad, calificó su vida como “increíble”. Mena ha tenido que ingeniárselas, pues no tiene familiares en Estados Unidos que la apoyen. Actualmente vive sola, tiene dos trabajos y ya comienza a sentirse más cómoda con el idioma así como con las costumbres de su nuevo hogar.
Mena agradeció “a las personas y a la ciudad que me han acogido sin discriminación, que me han brindado apoyo y me han ayudado a salir adelante en un país tan difícil como este”, declaró.
“Espero que las nuevas leyes que permiten que personas como yo vivan libres no cambien”, agregó.
Las mujeres transgénero tiene que ir al servicio militar
La persecución que sufrió Mena en Cuba comenzó cuando se rehusó a asistir al Servicio Militar Obligatorio, un año o dos de preparación militar que realizan todos los hombres justo antes de ingresar a la universidad. Sin embargo, las mujeres son liberadas de este “sagrado deber con la defensa de la Patria Socialista” y pasan directamente a cursar los estudios superiores.
Eso pretendía Mena, pues a sus 18 años ya no era, ni mucho menos se sentía un hombre. A la cita acudió como una mujer “hecha y derecha”, con su pelo largo, maquillada, “bien producida”, recuerda. Intentó hacerle entender al oficial que la reclutó aquel día en la ciudad de Cienfuegos, al centro sur del país, donde vivía, que se identificaba como mujer, pero las políticas transfóbicas de la dictadura militar que gobiernan Cuba ordenaban que era un hombre y por lo tanto, estaba obligada al entrenamiento militar.
La demanda del Southern Poverty Law Center detalla que “las autoridades la identificaron erróneamente como un hombre gay e intentaron obligarla a servir en el ejército”. Ese día la montaron en un camión junto a hombres, que se burlaron de ella porque era trans.”El ambiente era muy tenso”, rememoró. Como a los ojos militares era un hombre más, no podía usar uniforme femenino, ni maquillaje ni peinarse.
Pero tuvo suerte y en aquella jornada no habían camas disponibles en la unidad militar y tras pocas horas regresó a su casa. Desde ese día comenzó su batalla por el derecho que como mujer trans tenía a no engrosar las filas del ejército.
Debido a ese activismo que ejerció junto a otras amigas transgénero en la isla, “las autoridades cubanas la golpearon, la agredieron con insultos homofóbicos, la encerraron en una cámara helada durante horas y la tuvieron bajo arresto”, puede leerse en la demanda colectiva del Southern Poverty Law Center.
“Salí de Cuba para huir de la persecución y el abuso físico y psicológico que también sufrí porque soy una mujer trans”, comentó, al mismo tiempo que confesó haber sido objeto de amenazas de muerte.

Estos actos de transfobia gubernamental no son condenados por Mariela Castro, hija del ex presidente cubano Raúl Castro y líder del Centro Nacional de Educación Sexual (CENESEX) del país, organización que encabeza el activismo LGBTQ oficial en la isla. Por eso y otras cuestiones, Mena considera a Mariela Castro como “algo muy, muy falso … Es algo creado para vender una imagen”, refirió.
Sus partidarios señalan que Cuba ofrece cirugía gratuita de reasignación de sexo bajo su sistema de atención médica. También alegan que Mariela Castro, quien es miembro de la Asamblea Nacional de Cuba, votó en 2013 en contra de una propuesta para prohibir la discriminación anti-gay en el lugar de trabajo porque no incluía la identidad de género.
Sin embargo, en 2019 Castro incitó a la comunidad gay cubana a votar en favor de una reforma constitucional que había rechazado un artículo que abría las puertas al matrimonio igualitario.
Para huir de la isla, una amiga ayudó a Mena con el pago de un vuelo entre La Habana y Panamá. El gobierno panameño le otorgó a Mena una visa de turismo que le permitía viajar al país, pero su viaje era sin regreso.
“Tuve que quedarme allí en Panamá porque me habrían detenido si volvía a Cuba”, alegó.
Pese al acoso que sufrió por parte de la dictadura, Mena se consideraba en Cuba una persona “afortunada y feliz”, sobre todo porque su familia siempre la aceptó. “Nunca tuve ningún problema en mi vecindario en ese sentido. Viví bien”.
Noticias en Español
Doble exclusión, misma dignidad
Personas con discapacidades en América Latina y el Caribe se luchan dos batallas.
En un continente donde los derechos de la comunidad LGBTQ avanzan y retroceden al ritmo de los vientos políticos, hay una realidad que casi nadie nombra: la de quienes, además de pertenecer a esta comunidad, viven con una discapacidad física, motora o sensorial. En ellos convergen dos batallas —la del reconocimiento y la de la accesibilidad— que se libran, la mayoría de las veces, en silencio.
Según el Banco Mundial, más de 85 millones de personas con discapacidad viven en América Latina y el Caribe. Al mismo tiempo, la región alberga algunos de los movimientos LGBTQ más visibles del mundo, aunque persisten graves formas de violencia y exclusión. Sin embargo, los estudios que cruzan ambas realidades son casi inexistentes. Y esa ausencia de datos también es una forma de violencia.
Ser una persona LGBTQ en América Latina todavía implica, en muchos casos, enfrentar el rechazo familiar, la discriminación laboral o la exclusión religiosa. Pero si a eso se suma una discapacidad, las barreras se multiplican. En palabras de un activista brasileño citado por CartaCapital, “cuando entro a una entrevista, me miran primero la silla de ruedas y después descubren que soy gay. Ahí empieza el doble filtro”. Este fenómeno, conocido como doble prejuicio, se refleja tanto fuera como dentro de la propia comunidad LGBTQ. A menudo, la discapacidad sigue siendo invisibilizada incluso en marchas del orgullo o campañas de diversidad, donde predominan imágenes de cuerpos normativos y jóvenes. El capacitismo —esa discriminación basada en la idea de que solo los cuerpos funcionales son válidos— se cuela incluso en los espacios que deberían ser los más inclusivos.
La desexualización de las personas con discapacidad es una de las formas más sutiles de exclusión. El reportaje argentino Sexo, discapacidad y placer, publicado por Distintas Latitudes, expone cómo la sociedad suele negar el derecho al deseo y al amor de quienes viven con alguna limitación física. Cuando además se trata de una persona LGBTQ, la negación se duplica: se les niega el cuerpo, el deseo y, con ello, una parte esencial de su dignidad humana. Como afirma la psicóloga mexicana María L. Aguilar, “la desexualización de las personas con discapacidad es una forma de violencia simbólica. Y cuando se cruza con la diversidad sexual, se convierte en una negación del derecho al placer y a la autonomía”.
El ejemplo más visible de inclusión llega desde el deporte. En los Juegos Paralímpicos de París 2024, al menos 38 atletas LGBTQ participaron, según un informe de Agencia Presentes. Pero la pregunta permanece: ¿cuántas personas LGBTQ con discapacidad fuera del ámbito deportivo logran tener voz, empleo, pareja o acceso a los servicios básicos? En un continente marcado por la desigualdad, la intersección entre orientación sexual, discapacidad, pobreza y género produce una combinación de vulnerabilidades que pocas políticas públicas abordan.
Diversos estudios advierten que las personas LGBTQ en América Latina presentan tasas más altas de depresión y ansiedad que la población general. A su vez, los informes sobre discapacidad en la región señalan altos niveles de aislamiento y falta de apoyo. Pero no existen datos interseccionales que midan cómo se viven estos desafíos cuando ambas realidades se cruzan. En países como Chile, el Observatorio de Discapacidad e Inclusión advierte una alta prevalencia de problemas de salud mental y un acceso insuficiente a servicios especializados. En Estados Unidos, investigaciones del Trevor Project muestran que los jóvenes Latine LGBTQ tienen mayor riesgo de intentos de suicidio cuando enfrentan discriminación múltiple. En América Latina y el Caribe, la ausencia de estadísticas en este campo no solo refleja desinterés: también perpetúa la invisibilidad.
Ni las leyes sobre discapacidad mencionan explícitamente a la población LGBTQ, ni las políticas de diversidad incorporan la variable de discapacidad. Un informe de la International Disability Alliance sobre la región advierte que las personas con discapacidad LGBTQ “enfrentan discriminación múltiple y carecen de protección específica”. Pese a ello, surgen señales de esperanza: en México, el Colectivo de Personas con Discapacidad LGBTQ+ impulsa iniciativas para visibilizar la exclusión doble; en Brasil, la organización Vale PCD desarrolla proyectos de inclusión laboral y cultural; y en el Caribe oriental, el Proyecto LIVITY, de la Eastern Caribbean Alliance for Diversity and Equality (ECADE), fomenta la participación política de personas con discapacidad y de la comunidad LGBTQ.
La verdadera inclusión no se mide por las rampas, ni por los discursos de tolerancia. Se mide por la capacidad de una sociedad para reconocer la dignidad humana en todas sus expresiones, sin lástima, sin morbo, sin condiciones. No se trata de aplaudir historias de superación, sino de garantizar el derecho a una vida plena. Como dijo un líder caribeño citado por ECADE: “La inclusión no es un gesto, es una decisión moral y política”.
Este tema exige una conversación continental. América Latina y el Caribe solo podrán hablar de igualdad real cuando el cuerpo, el deseo y la libertad de las personas LGBTQ con discapacidad sean respetados con la misma fuerza con que se proclama la diversidad. Nombrar lo que aún no se nombra es el primer paso hacia la justicia. Porque lo que no se mide, no se atiende; y lo que no se mira, no existe.
Hace un siglo nació en Cuba una mujer que transformó el mapa sonoro del mundo. Celia Cruz fue más que una cantante: fue una embajadora de la alegría, una voz que rompió muros, y un símbolo de identidad para generaciones enteras que encontraron en su grito de ¡Azúcar! una manera de resistir y de celebrar la vida.
Desde sus inicios en Las Mulatas de Fuego hasta su consagración con La Sonora Matancera, su voz se volvió sinónimo de fiesta, de nostalgia y de dignidad. Con su risa grande y su presencia arrolladora, Celia enseñó que el arte no solo entretiene: sana, consuela y redime. “Mi voz quiere volar, quiere atravesar…” cantaba, y lo hizo. Atravesó océanos, dictaduras, fronteras y lenguas. Voló desde La Habana hasta Nueva York, desde el Caribe hasta los escenarios del mundo entero, llevando consigo el eco de una isla que amó hasta el último suspiro.
En los años 90, cuando la crisis de los balseros desgarraba el corazón de Cuba, Celia regresó a su tierra. Lo hizo cantando en la Base Naval de Guantánamo, suelo cubano bajo control estadounidense. Allí, frente a hombres, mujeres y niños que habían huido del dolor, su voz se alzó como un himno de esperanza. No fue una visita política: fue un regreso espiritual. Fue su manera de besar la tierra que la vio nacer, de cantar por quienes no podían hacerlo y de abrazar a su pueblo con el poder de su música. En ese escenario, cuando pronunció “Por si acaso no regreso…”, el aire se llenó de lágrimas y tambor.
Decir Celia Cruz es hablar de Cuba, incluso cuando Cuba no podía pronunciar su nombre. En cada salsa, guaracha o rumba, vibraba el latido de una patria que vivía en su garganta. Fue nominada a trece Premios Grammy y seis Latin Grammy, de los cuales ganó cinco, y recibió doctorados honoris causa de universidades como Yale y Florida. Pero más allá de los premios, su verdadero reconocimiento fue el amor del pueblo que la hizo inmortal.
Y es que Celia no cantaba solo para divertir: cantaba para levantar el espíritu. “Oh, no hay que llorar, porque la vida es un carnaval…”, nos dejó como legado, recordándonos que el dolor también puede bailarse, que las lágrimas pueden convertirse en tambor, y que mientras exista un poco de música en el alma, habrá esperanza.
El 16 de julio de 2003, Celia se despidió del mundo desde su hogar en Fort Lee, Nueva Jersey, pero su voz no se apagó. Viajó primero a Miami para recibir el homenaje de su gente del exilio y reposa finalmente en el Bronx, donde los suyos le llevan flores y canciones. Sin embargo, la verdad es que nunca se fue: Celia Cruz sigue viviendo en cada fiesta, en cada radio, en cada rincón donde suena una clave y alguien grita ¡Azúcar!
Celia fue más que una reina. Fue un puente entre lo que fuimos y lo que soñamos ser. Nos enseñó que se puede triunfar sin olvidar las raíces, que se puede cantar sin perder la fe, y que la alegría también es una forma de resistencia. Su voz no solo atravesó el tiempo: lo conquistó.
Porque donde hubo Celia, hubo luz. Donde hubo Celia, hubo vida. Y mientras el mundo siga bailando al compás de su “carnaval”, la Reina seguirá reinando… por siempre.
El Salvador
Discriminación transfóbica en la BIANES de El Salvador
Mujer trans denuncia agresión por parte del personal de seguridad
La Biblioteca Nacional de El Salvador (BINAES), considerada un símbolo del desarrollo cultural y tecnológico del país, se ha visto envuelta en una denuncia de discriminación que pone en el centro del debate los derechos humanos de las personas trans en el país.
Daniela Alfaro, activista independiente y estudiante de la Universidad de El Salvador, asegura haber sido víctima de un acto de violencia verbal y discriminación el 13 de octubre, cuando el personal de seguridad de la institución le prohibió el uso del baño de mujeres, a pesar de que —según relata— lo ha utilizado en múltiples ocasiones sin inconvenientes.
“Un vigilante me dijo que yo tenía que entrar al baño de hombres y decidí decirle que quería hablar con el jefe. Llegó tanto el jefe de la BINAES como el jefe de seguridad, y ambos se pusieron a estarme humillando por mi condición de mujer trans”, declaró Alfaro al medio Washington Blade.
Según su testimonio, los encargados le argumentaron que “no existe ninguna ley que les obligue a respetar” su identidad de género. Además, le advirtieron que, si insistía en usar el baño de mujeres, podría ser detenida.
“Me dijeron que había una orden desde arriba que nos prohibía a nosotras ingresar a los baños de mujeres. Entonces me amenazaron que si volvía y no usaba los baños de hombres me iban a llevar detenida”, añadió.
El incidente, ocurrido en un espacio público de carácter nacional, expone la falta de garantías legales hacia la población LGBTQ y evidencia cómo la ausencia de una Ley de Identidad de Género continúa vulnerando la dignidad y los derechos fundamentales de las personas trans en El Salvador.
Una denuncia por dignidad y derechos humanos
Tras el suceso, Alfaro presentó una denuncia formal ante la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos (PDDH), en la que relata con detalle los hechos acontecidos y solicita la intervención del Estado para garantizar su derecho a la igualdad y a la no discriminación.
En su denuncia, Alfaro escribió:
“El señor Iván Baires (Coordinador de Servicios de Información) ratificó que yo tengo que utilizar el baño de hombres, menospreciando en todo momento mi identidad y expresión de género ya que dijo que ellos no están en la obligación de respetar tratados internacionales como la Declaración Universal de los Derechos Humanos que El Salvador firmó, comprometiéndose en el trato digno de sus ciudadanos”, relató.
Alfaro le explicó a las autoridades de la biblioteca que estas acciones ponían en riesgo su integridad y su imagen, ya que los prejuicios sociales pueden provocar malentendidos o incluso agresiones físicas y sexuales. Sin embargo, la respuesta fue aún más hostil.
La activista denuncia que en ese momento fue rodeada por aproximadamente diez personas, quienes la intimidaron “como si fuera una delincuente”, solo por ejercer su derecho al uso de los espacios públicos.
Una biblioteca moderna con prácticas excluyentes
La BINAES fue inaugurada en noviembre de 2023 como parte del megaproyecto impulsado por el gobierno salvadoreño con apoyo de la Embajada de China. Con modernas instalaciones, espacios de estudio, zonas tecnológicas y acceso a internet gratuito, el proyecto fue presentado como un ejemplo del desarrollo cultural y educativo del país.
Sin embargo, Alfaro denuncia que ese mismo espacio que promueve la inclusión tecnológica, reproduce prácticas de exclusión social.
“La Biblioteca Nacional de El Salvador es una donación de la Embajada China para nosotros los salvadoreños, pero los dueños actuales generan mucho maltrato a las personas transgénero”, expone en su denuncia.
Daniela explica que asiste frecuentemente a la biblioteca para utilizar las computadoras, ya que no cuenta con una propia y las necesita para redactar su tesis universitaria, requisito indispensable para su graduación en la Universidad de El Salvador.
“Actualmente no tengo los recursos para tener una computadora en mi casa, por ello asisto a la BINAES para elaborar mi trabajo de tesis y poder graduarme. Este trato hostil y denigrante me lleva a abandonar las oportunidades que me permitan crecer y desarrollarme plenamente.”
El acceso a espacios públicos sin discriminación forma parte del derecho universal a la educación, la cultura y la libertad de expresión. Sin embargo, en El Salvador, este derecho parece condicionado por la identidad de género.
“La discriminación y un trato injusto son barreras a mi derecho a ser tratada con respeto y dignidad, y poder acceder a los servicios públicos sin temor a ser discriminada”, enfatiza Alfaro.
Daniela solicita que las autoridades competentes tomen medidas inmediatas para restituir sus derechos como ciudadana salvadoreña, y advierte que la amenaza de ser encarcelada por ejercer su identidad en espacios públicos representa una forma grave de persecución.
“Sin duda, esto es una persecución desde la imposición y la coacción, lo cual repercute gravemente en mi salud física y mental”, escribió en su denuncia.
Violencia institucional y miedo cotidiano
El caso de Alfaro no es aislado.
Las personas trans en El Salvador enfrentan un contexto de violencia estructural y estigmatización que atraviesa la vida cotidiana, desde el acceso a la educación y el empleo, hasta la atención en salud y el uso de espacios públicos.
“Una vez, en el Centro Histórico, un agente de la Policía Nacional Civil solo por estar sentada en un parque me dijo que en este gobierno no se está respetando a las personas LGBT y me tiró mis pertenencias al piso”, relata Alfaro, recordando otro episodio de agresión.
Este tipo de acciones, según organizaciones defensoras de derechos humanos, constituyen una forma de violencia institucional, donde agentes del Estado o personal de instituciones públicas refuerzan prejuicios que vulneran los derechos fundamentales.
El Salvador, a diferencia de otros países de la región, no cuenta con una Ley de Identidad de Género ni con políticas públicas específicas que protejan a la población trans. La ausencia de marcos legales y la falta de reconocimiento administrativo de la identidad autopercibida agravan la vulnerabilidad de este grupo.
Según Alfaro y activistas consultados, existe un clima de impunidad y desinterés gubernamental frente a estos hechos. “La violencia institucional no solo nos quita derechos, también nos quita esperanza”, reflexionó la joven.
Una deuda pendiente: la Ley de Identidad de Género
En 2022, la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia emitió una resolución en la que ordenaba a la Asamblea Legislativa legislar sobre una Ley de Identidad de Género, que permita a las personas trans adecuar su nombre y género en los documentos legales de acuerdo con su identidad autopercibida.
Sin embargo, a la fecha, el gobierno de Nayib Bukele y la actual Asamblea —con mayoría oficialista— no han avanzado en la discusión ni en la aprobación de dicha ley.
Para las organizaciones que acompañan a la población trans, esta omisión es una forma de violencia estructural. “El Estado salvadoreño sigue sin reconocer nuestra existencia jurídica. No tener documentos que reflejen quiénes somos nos expone a humillaciones, exclusión laboral y vulneraciones constantes”, explicó un representante de la organización Comcavis Trans en declaraciones recientes.
La Ley de Identidad de Género no solo busca el reconocimiento nominal, sino también garantizar el acceso a servicios básicos, educación, salud y empleo sin discriminación. En la práctica, la falta de esta ley permite que situaciones como la ocurrida en la BINAES se repitan con frecuencia, sin mecanismos de reparación efectivos.
La invisibilidad legal se traduce en exclusión social. Al no contar con documentos que correspondan a su identidad, las personas trans enfrentan obstáculos para inscribirse en universidades, obtener empleo o incluso acceder a atención médica sin ser expuestas o ridiculizadas.
Un país que sigue vulnerando derechos
La situación de Alfaro pone rostro a una realidad más amplia: la falta de garantías para vivir con dignidad siendo una persona trans en El Salvador. Su testimonio refleja cómo la discriminación no siempre se manifiesta con violencia física, sino también con gestos institucionales de exclusión, humillación y negación de derechos.
A pesar de los compromisos internacionales asumidos por el Estado salvadoreño —como la Declaración Universal de los Derechos Humanos y los Principios de Yogyakarta, que reconocen la identidad de género como parte de la dignidad humana—, las políticas nacionales siguen sin incorporar una visión inclusiva y de respeto hacia la diversidad.
Organismos internacionales como la ONU y la CIDH han advertido que la discriminación basada en identidad de género constituye una forma de violencia que puede derivar en daños psicológicos, pérdida de oportunidades y, en los casos más extremos, crímenes de odio.
En ese contexto, el caso de Alfaro no solo evidencia un acto de discriminación individual, sino también un síntoma de un problema estructural.
“Es triste que en un lugar donde uno va a estudiar, a prepararse y superarse, te humillen por ser quien sos. No pedimos privilegios, solo respeto”, expresó Daniela con tono de frustración.
El retroceso académico tras la censura del lenguaje inclusivo
El caso de Alfaro también puede entenderse dentro de un contexto más amplio: el retroceso institucional que ha comenzado a experimentarse en el sistema educativo salvadoreño tras la reciente disposición gubernamental de prohibir el uso del lenguaje inclusivo en todos los niveles de enseñanza.
Aunque la medida fue presentada por el Ministerio de Educación como una forma de “mantener la pureza del idioma”, especialistas en derechos humanos advierten que esta decisión envía un mensaje de exclusión hacia las personas LGBTQ, especialmente hacia estudiantes y docentes que trabajan por ambientes más respetuosos y diversos.
En la práctica, la censura del lenguaje inclusivo puede profundizar el miedo a hablar sobre temas de género y diversidad en el ámbito académico, limitando la libertad de expresión y el derecho a la educación inclusiva. “Cuando se prohíben palabras, se prohíben existencias”, expresó una docente universitaria consultada, aludiendo a que el lenguaje no solo comunica, sino que reconoce identidades y realidades sociales.
Para jóvenes como Alfaro, que viven en carne propia la discriminación en espacios públicos, esta política representa un nuevo obstáculo en su formación profesional. La falta de apertura institucional no solo afecta la seguridad física de las personas trans, sino también su desarrollo académico y su posibilidad de proyectarse en igualdad de condiciones.
Una lucha por existir y ser reconocida
La historia de Alfaro es la de muchas personas trans en El Salvador que, pese a los avances sociales, continúan enfrentando un sistema que las invisibiliza y excluye. Su denuncia ante la PDDH representa un acto de valentía, pero también de desesperación frente a un Estado que no reconoce plenamente su humanidad.
Mientras no exista una Ley de Identidad de Género ni políticas que garanticen el respeto a la diversidad, las personas trans seguirán expuestas a humillaciones, amenazas y exclusión institucional.
El incidente en la BINAES no debería verse como un hecho aislado, sino como un recordatorio urgente de que la igualdad y la dignidad deben ser una realidad vivida, no solo un discurso.
El Salvador, país que se precia de ser “el país de la libertad y la fe”, sigue en deuda con quienes, como Alfarpo, buscan simplemente estudiar, trabajar y vivir sin miedo.
La justicia y la igualdad no deberían depender de una “orden desde arriba”, sino del reconocimiento de que toda persona —sin importar su identidad o expresión de género— merece respeto, dignidad y la oportunidad de construir su vida plenamente.
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