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Tres policías de El Salvador detenidos por el asesinato de mujer trans deportada de EEUU

Camila Díaz Córdova falleció el 3 de febrero

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Camila Díaz Córdova (Foto cortesía de ASPIDH Arcoiris Trans)

SAN SALVADOR, El Salvador— “No estoy al cien por ciento satisfecha, ya que como sabemos aquí en El Salvador la delincuencia común no es lo más perjudicial, sino que es el crimen organizado”, comenta al Washington Blade Virginia Flores, una amiga de Camila Díaz Córdova, una mujer trans quien había sido reportada como desaparecida a finales de enero del presente año, y que luego fuese encontrada en el Hospital Nacional Rosales, ingresada con múltiples traumatismos, falleciendo el 3 de febrero en las instalaciones del Hospital antes mencionado.

Por este caso, han sido detenidos Carlos Valentín Rosales, Jaime Giovanni Mendoza y Luis Alfredo Avelar, tres policías destacados en el Sistema 911 de la Policía Nacional Civil (PNC) de San Salvador, los cuales compadecieron el pasado viernes 5 de julio en una audiencia inicial en el Juzgado Quinto de Paz, bajo los delitos de privación de libertad por agente de autoridad y homicidio agravado, bajo la agravante de crimen por odio.

“Los abogados de los policías alegaban que Camila andaba drogada, cosa no es cierta”, asegura Flores, quien conocía muy bien a Díaz desde que migro de Santa María Ostuma en el departamento de La Paz hacia San Salvador en el año 2007, fecha desde la cual Díaz vivió con la familia de Flores, formando parte de ella.

“No era una persona de problemas, era muy apartada. Ni siquiera decía groserías y si tomaba lo hacía en casa, pero de decir que iba a tomar en la calle … No lo creo”, menciona Flores.

Mediante un pronunciamiento, La Red Salvadoreña de Defensoras de Derechos Humanos y La Asociación Solidaria para Impulsar el Desarrollo Humano (ASPIDH Arcoiris Trans), exigen que se haga efectiva la reforma al Código Procesal Penal, que este crimen no quede en la impunidad y sirva como caso ejemplarizante sobre todo para agentes estatales y también que este mismo procedimiento sea llevado a cabo con cada crimen de odio cometido en contra de mujeres trans y personas de la diversidad sexual.

Díaz fue deportada en 2017 de Estados Unidos, el país al que llegó para pedir asilo por la violencia que sufren las personas LGBTI en El Salvador, al no contar con el apoyo del Estado en la defensa de sus derechos.

“El Estado salvadoreño está en deuda con todas estas familias que han perdido un ser querido que pertenecía a la población LGBTI o en específico una mujer trans”, comenta al Blade Flores. “De toda la comunidad LGBTI, las mujeres trans venimos a ser la parte más estigmatizada, las más discriminadas, porque a veces hasta la misma población LGBTI nos discrimina”, agrega.

A pesar que como se irá desarrollando el proceso genera incertidumbre, personas de la población LGBTI organizada, se muestran positivas ante este avance, “creo que esto simboliza un gran avance en el tema del acceso a la justicia, uno de los derechos más vulnerados para la población LGBTI de El Salvador, sobre todo para la población de mujeres trans que desde los años 90 vienen los asesinatos y desapariciones”, comenta Amalia Leiva, coordinadora de programas de COMCAVIS TRANS.

En el caso de Díaz se ha llegado a la audiencia inicial, continuará la fase de instrucción, con lo que Flores espera no dejen el libertad a los tres agentes detenidos, pese a que el juez declaró detención provisional mientras se llega a la siguiente etapa del proceso judicial, a la cual no se determinó una fecha; de ser declarados culpables los agentes de la PNC enfrentaran una pena de hasta 66 años de cárcel.

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Un país que vota desde el miedo y la esperanza

Candidatos pro-LGBTQ ganaron en todo el país

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La ciudad de Miami en 2020. Los resultados de las elecciones del 4 dfueron una llamada de atención para los candidatos anti-LGBTQ y antiinmigrantes.(Foto de by Yariel Valdés González por el Washington Blade)

Estados Unidos volvió a las urnas el 4 de noviembre de 2025, y el resultado fue mucho más que una contienda electoral. Lo que se vivió en Virginia, Nueva Jersey, Nueva York, Miami y California fue una radiografía moral y política de una nación que vota entre el miedo y la esperanza. Los votantes hablaron desde la incertidumbre, pero también desde la convicción de que el país todavía puede ser un espacio de justicia, inclusión y respeto.

Las victorias de Abigail Spanberger en Virginia y Mikie Sherrill en Nueva Jersey, junto al ascenso del progresista Zohran Mamdani a la alcaldía de Nueva York, el avance demócrata en Miami y la aprobación de la Proposición 50 en California, marcaron el ritmo de una elección que dejó un mensaje claro para la administración Trump: el miedo puede movilizar, pero no logra sostener el poder. La ciudadanía eligió con el corazón, cansada de los discursos de odio y del espectáculo político, y con la esperanza de reencontrarse con una política que mire hacia la gente, no hacia el poder.

El caso de Nueva York sintetiza ese cambio de rumbo. Zohran Mamdani, hijo de inmigrantes, musulmán y abiertamente progresista, centró su discurso de victoria en la defensa de la dignidad humana y la solidaridad.

“Esta noche hicimos historia”, dijo ante una multitud diversa que lo vitoreaba. “Nueva York seguirá siendo una ciudad de inmigrantes: una ciudad construida por inmigrantes, impulsada por inmigrantes y, a partir de esta noche, liderada por un inmigrante”.

 Pero su mensaje más poderoso fue el que dedicó a las comunidades más vulnerables: Aquí creemos en defender a quienes amamos, ya seas inmigrante, miembro de la comunidad trans, una de las muchas mujeres negras que Donald Trump despidió de un trabajo federal, una madre soltera que aún espera que bajen los precios de los alimentos o cualquier otra persona que se encuentre contra la pared”.

Esas palabras resonaron como una respuesta a los años de retrocesos y ataques legislativos contra las personas LGBTQ y, en especial, contra la comunidad trans. Mamdani prometió ampliar y proteger el acceso a la atención médica afirmativa de género, destinando fondos públicos para garantizar que “todos los neoyorquinos tienen acceso al tratamiento médico que necesitan”. Su compromiso coloca a Nueva York como un faro de resistencia frente a la ola de políticas restrictivas que han surgido en varios estados del país.

Lo ocurrido en noviembre tiene, además, un profundo significado para quienes viven en los márgenes del poder. Para la comunidad trans, estos resultados representan algo más que un respiro político: son una afirmación de existencia. En tiempos donde el discurso oficial ha buscado borrar identidades, negar tratamientos y criminalizar cuerpos, la victoria de líderes que defienden la inclusión devuelve la esperanza de vivir sin miedo. El voto trans, y el voto LGBTQ en general, fue más que un gesto cívico: fue un acto de supervivencia y de resistencia.

La elección también habló al corazón de las comunidades inmigrantes, de las personas que viven con VIH o enfermedades crónicas, de las minorías raciales y de quienes luchan por un salario justo. En un país donde tantos sienten que la política los ha olvidado, estas victorias locales devuelven la posibilidad de creer en la democracia como herramienta de transformación. Son un recordatorio de que la esperanza no es ingenuidad, sino el acto más valiente de quienes deciden seguir de pie.

Miami, por su parte, envió una señal inesperada. En un bastión republicano históricamente alineado con la administración Trump, la candidata demócrata tomó la delantera y forzó una segunda vuelta. En una ciudad diversa, con fuerte presencia latina, afrodescendiente e LGBTQ, el avance progresista fue un mensaje de ruptura con el voto automático y con la política del miedo. Las urnas del sur de la Florida demostraron que los cambios comienzan en los lugares menos previsibles.

Para la administración Trump, la lectura es clara. El país está enviando una advertencia: los derechos humanos no se negocian. La economía importa, pero también importa la dignidad. Los votantes quieren soluciones reales, no eslóganes; respeto, no manipulación; empatía, no imposición.

Las comunidades LGBTQ y trans han sido el rostro visible de una resistencia que no se rinde. Cada voto emitido fue un acto de esperanza frente al miedo; cada victoria, una respuesta a la violencia simbólica e institucional. Las palabras del nuevo alcalde de Nueva York se convirtieron en símbolo nacional porque trascendieron la política partidista: recordaron que en medio de la oscuridad, la humanidad todavía puede ser una política pública.

Las urnas de noviembre hablaron con la voz de quienes han sido marginados, atacados o invisibilizados. Hablan las personas trans que exigen respeto, las parejas que defienden su amor, los jóvenes que no aceptan ser silenciados, los creyentes que apuestan por una fe inclusiva y las familias que siguen creyendo en un país posible. En medio del miedo, el país eligió esperanza. Y esa esperanza —imperfecta, frágil, pero viva— puede ser el principio de una nueva historia: una en la que la igualdad no sea un sueño, sino una promesa cumplida.

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Doble exclusión, misma dignidad

Personas con discapacidades en América Latina y el Caribe se luchan dos batallas.

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El Ángel de la Independencia en la Ciudad de México (Foto de Michael K. Lavers por el Washington Blade)

En un continente donde los derechos de la comunidad LGBTQ avanzan y retroceden al ritmo de los vientos políticos, hay una realidad que casi nadie nombra: la de quienes, además de pertenecer a esta comunidad, viven con una discapacidad física, motora o sensorial. En ellos convergen dos batallas —la del reconocimiento y la de la accesibilidad— que se libran, la mayoría de las veces, en silencio.

Según el Banco Mundial, más de 85 millones de personas con discapacidad viven en América Latina y el Caribe. Al mismo tiempo, la región alberga algunos de los movimientos LGBTQ más visibles del mundo, aunque persisten graves formas de violencia y exclusión. Sin embargo, los estudios que cruzan ambas realidades son casi inexistentes. Y esa ausencia de datos también es una forma de violencia.

Ser una persona LGBTQ en América Latina todavía implica, en muchos casos, enfrentar el rechazo familiar, la discriminación laboral o la exclusión religiosa. Pero si a eso se suma una discapacidad, las barreras se multiplican. En palabras de un activista brasileño citado por CartaCapital, “cuando entro a una entrevista, me miran primero la silla de ruedas y después descubren que soy gay. Ahí empieza el doble filtro”. Este fenómeno, conocido como doble prejuicio, se refleja tanto fuera como dentro de la propia comunidad LGBTQ. A menudo, la discapacidad sigue siendo invisibilizada incluso en marchas del orgullo o campañas de diversidad, donde predominan imágenes de cuerpos normativos y jóvenes. El capacitismo —esa discriminación basada en la idea de que solo los cuerpos funcionales son válidos— se cuela incluso en los espacios que deberían ser los más inclusivos.

La desexualización de las personas con discapacidad es una de las formas más sutiles de exclusión. El reportaje argentino Sexo, discapacidad y placer, publicado por Distintas Latitudes, expone cómo la sociedad suele negar el derecho al deseo y al amor de quienes viven con alguna limitación física. Cuando además se trata de una persona LGBTQ, la negación se duplica: se les niega el cuerpo, el deseo y, con ello, una parte esencial de su dignidad humana. Como afirma la psicóloga mexicana María L. Aguilar, “la desexualización de las personas con discapacidad es una forma de violencia simbólica. Y cuando se cruza con la diversidad sexual, se convierte en una negación del derecho al placer y a la autonomía”.

El ejemplo más visible de inclusión llega desde el deporte. En los Juegos Paralímpicos de París 2024, al menos 38 atletas LGBTQ participaron, según un informe de Agencia Presentes. Pero la pregunta permanece: ¿cuántas personas LGBTQ con discapacidad fuera del ámbito deportivo logran tener voz, empleo, pareja o acceso a los servicios básicos? En un continente marcado por la desigualdad, la intersección entre orientación sexual, discapacidad, pobreza y género produce una combinación de vulnerabilidades que pocas políticas públicas abordan.

Diversos estudios advierten que las personas LGBTQ en América Latina presentan tasas más altas de depresión y ansiedad que la población general. A su vez, los informes sobre discapacidad en la región señalan altos niveles de aislamiento y falta de apoyo. Pero no existen datos interseccionales que midan cómo se viven estos desafíos cuando ambas realidades se cruzan. En países como Chile, el Observatorio de Discapacidad e Inclusión advierte una alta prevalencia de problemas de salud mental y un acceso insuficiente a servicios especializados. En Estados Unidos, investigaciones del Trevor Project muestran que los jóvenes Latine LGBTQ tienen mayor riesgo de intentos de suicidio cuando enfrentan discriminación múltiple. En América Latina y el Caribe, la ausencia de estadísticas en este campo no solo refleja desinterés: también perpetúa la invisibilidad.

Ni las leyes sobre discapacidad mencionan explícitamente a la población LGBTQ, ni las políticas de diversidad incorporan la variable de discapacidad. Un informe de la International Disability Alliance sobre la región advierte que las personas con discapacidad LGBTQ “enfrentan discriminación múltiple y carecen de protección específica”. Pese a ello, surgen señales de esperanza: en México, el Colectivo de Personas con Discapacidad LGBTQ+ impulsa iniciativas para visibilizar la exclusión doble; en Brasil, la organización Vale PCD desarrolla proyectos de inclusión laboral y cultural; y en el Caribe oriental, el Proyecto LIVITY, de la Eastern Caribbean Alliance for Diversity and Equality (ECADE), fomenta la participación política de personas con discapacidad y de la comunidad LGBTQ.

La verdadera inclusión no se mide por las rampas, ni por los discursos de tolerancia. Se mide por la capacidad de una sociedad para reconocer la dignidad humana en todas sus expresiones, sin lástima, sin morbo, sin condiciones. No se trata de aplaudir historias de superación, sino de garantizar el derecho a una vida plena. Como dijo un líder caribeño citado por ECADE: “La inclusión no es un gesto, es una decisión moral y política”.

Este tema exige una conversación continental. América Latina y el Caribe solo podrán hablar de igualdad real cuando el cuerpo, el deseo y la libertad de las personas LGBTQ con discapacidad sean respetados con la misma fuerza con que se proclama la diversidad. Nombrar lo que aún no se nombra es el primer paso hacia la justicia. Porque lo que no se mide, no se atiende; y lo que no se mira, no existe.

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Cuba

Celia Cruz, la eterna reina del azúcar

La Guarachera de Cuba fue más que una cantante

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Celia Cruz (Foto pública)

Hace un siglo nació en Cuba una mujer que transformó el mapa sonoro del mundo. Celia Cruz fue más que una cantante: fue una embajadora de la alegría, una voz que rompió muros, y un símbolo de identidad para generaciones enteras que encontraron en su grito de ¡Azúcar! una manera de resistir y de celebrar la vida.

Desde sus inicios en Las Mulatas de Fuego hasta su consagración con La Sonora Matancera, su voz se volvió sinónimo de fiesta, de nostalgia y de dignidad. Con su risa grande y su presencia arrolladora, Celia enseñó que el arte no solo entretiene: sana, consuela y redime. “Mi voz quiere volar, quiere atravesar…” cantaba, y lo hizo. Atravesó océanos, dictaduras, fronteras y lenguas. Voló desde La Habana hasta Nueva York, desde el Caribe hasta los escenarios del mundo entero, llevando consigo el eco de una isla que amó hasta el último suspiro.

En los años 90, cuando la crisis de los balseros desgarraba el corazón de Cuba, Celia regresó a su tierra. Lo hizo cantando en la Base Naval de Guantánamo, suelo cubano bajo control estadounidense. Allí, frente a hombres, mujeres y niños que habían huido del dolor, su voz se alzó como un himno de esperanza. No fue una visita política: fue un regreso espiritual. Fue su manera de besar la tierra que la vio nacer, de cantar por quienes no podían hacerlo y de abrazar a su pueblo con el poder de su música. En ese escenario, cuando pronunció “Por si acaso no regreso…”, el aire se llenó de lágrimas y tambor.

Decir Celia Cruz es hablar de Cuba, incluso cuando Cuba no podía pronunciar su nombre. En cada salsa, guaracha o rumba, vibraba el latido de una patria que vivía en su garganta. Fue nominada a trece Premios Grammy y seis Latin Grammy, de los cuales ganó cinco, y recibió doctorados honoris causa de universidades como Yale y Florida. Pero más allá de los premios, su verdadero reconocimiento fue el amor del pueblo que la hizo inmortal.

Y es que Celia no cantaba solo para divertir: cantaba para levantar el espíritu. “Oh, no hay que llorar, porque la vida es un carnaval…”, nos dejó como legado, recordándonos que el dolor también puede bailarse, que las lágrimas pueden convertirse en tambor, y que mientras exista un poco de música en el alma, habrá esperanza.

El 16 de julio de 2003, Celia se despidió del mundo desde su hogar en Fort Lee, Nueva Jersey, pero su voz no se apagó. Viajó primero a Miami para recibir el homenaje de su gente del exilio y reposa finalmente en el Bronx, donde los suyos le llevan flores y canciones. Sin embargo, la verdad es que nunca se fue: Celia Cruz sigue viviendo en cada fiesta, en cada radio, en cada rincón donde suena una clave y alguien grita ¡Azúcar!

Celia fue más que una reina. Fue un puente entre lo que fuimos y lo que soñamos ser. Nos enseñó que se puede triunfar sin olvidar las raíces, que se puede cantar sin perder la fe, y que la alegría también es una forma de resistencia. Su voz no solo atravesó el tiempo: lo conquistó.

Porque donde hubo Celia, hubo luz. Donde hubo Celia, hubo vida. Y mientras el mundo siga bailando al compás de su “carnaval”, la Reina seguirá reinando… por siempre.

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