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Aldo Dávila: Un caballo de Troya ha entrado al Congreso de Guatemala

Congresista guatemalteco es hombre gay con VIH

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Aldo Dávila (Foto cortesía de Aldo Dávila)

CIUDAD DE GUATEMALA — Contra todo pronóstico, el activista Aldo Dávila consiguió una curul que le permitirá legislar a favor de las poblaciones históricamente excluidas del país.

Lo que para Guatemala representó un paso en dirección a favor de los derechos humanos, para Dávila significó gozar de la felicidad que trae consigo el triunfo, pero también recibió un golpe a puño limpio de la realidad y experimentó el mal sabor de boca que dejan las amenazas.

El 16 de junio de 2019, 22.825 personas asistieron a las urnas para convertirlo en el primer diputado electo abiertamente gay y VIH positivo del país. En otros territorios esta situación no sería trascendental, pero en el país centroamericano, donde las estadísticas evidencian los ataques de odio que sufre la comunidad LGBTQ y la invisibilización a la que están sujeta sus miembros, sí lo es.

Ese domingo Dávila despertó intranquilo a las 5 de la mañana. Se vistió deprisa y fue a Gente Positiva, organización que trabaja en pro de la prevención del VIH y en la que laboró por poco más de 10 años. Es una casa grande y de múltiples espacios ubicada en el Centro Histórico de la Ciudad, así que como estrategia de sostenibilidad, sus miembros rentan uno de los salones para eventos.

El sitio funcionó como punto metropolitano de fiscales y Dávila formó parte de un grupo de voluntarios que preparó y coordinó la entrega de comida para quienes estarían en los centros de votación.

La actividad lo hizo perder la noción del tiempo. Votó tan solo dos horas antes de que cerraran las urnas acompañado por su hermana Gabriela y volvió a Gente Positiva, donde una televisión transmitía los avances de las elecciones, transformándolo en el protagonista de un thriller.   

—Soy muy competitivo, pero esta vez estaba preparado para perder porque la campaña de mi partido fue muy pobre y claro, por la homofobia —en la oficina que ocupó mientras fue director de la institución, el hombre de 42 años, de cabeza rasurada, rostro lampiño de piel morena y una apariencia muy pulcra se dispone a buscar algunos de sus promocionales.

El escritorio lleno de papeles entre los que continúa buscando, tres sofás pequeños y una mesa se distribuyen por el lugar. En las paredes, además de cinco pinturas, todas elaboradas con los colores del arcoíris, hay múltiples marcas que evidencian que antes había decenas de papeles pegados. Ahora esos diplomas de capacitación, relacionados principalmente al tema del VIH, están apilados en su escritorio. Son más de 60.     

—Aún estoy considerando rentar este espacio. Así colaboro para que el proyecto llegue a la cuota de alquiler y además tengo una oficina en un lugar que no sea hostil, como el Congreso.

Dávila encuentra uno de los cinco mil volantes y un calendario de bolsillo, de los cuales el partido Winaq, fundado por la líder indígena y Premio Nobel de la Paz Rigoberta Menchú, imprimió alrededor de 30 mil, tan solo 9 mil más del número de votos que él necesitaba para ser congresista.

—Teníamos poca publicidad, pero en los foros me hartaba a los otros candidatos —dice mientras ríe sin hacer el menor esfuerzo por ocultar la satisfacción que eso le provoca.

El día de las elecciones Dávila recibió una llamada a las 8 de la noche. Un analista político le explicó que después de hacer el conteo de votos del 33 por ciento de las mesas la tendencia era irreversible, por lo que podía ir a dormir tranquilo. El hecho se repitió dos horas y media más tarde, pero se sentía inseguro y respondió que esperaría hasta que se contabilizaran todos los votos.

No quería avivar esperanzas. Por eso volvió a su casa hasta las 2 de la mañana, cuando sabía que Olga, su mamá, y Alex, su pareja, ya estaban durmiendo.

A las 6 de la mañana el 93 por ciento de las mesas habían sido contabilizadas y los medios de comunicación empezaron a divulgar los resultados.

—No podía creerlo. Empecé a sentir que me sofocaba y me quebré en llanto —dice mientras coloca las manos en el centro de su pecho y las extiende, como si se liberara nuevamente de la incertidumbre de aquel día.

Los mensajes de felicitación no tardaron en llegar. Sin embargo, la comunicación con su partido surgió por iniciativa propia, y 72 horas después de las votaciones, ante la ausencia de resultados oficiales por parte del Tribunal Supremo Electoral, hicieron una conferencia exigiendo que apresuraran el proceso.

No tenían idea de lo que vendría después.

Al conocerse los resultados preliminares, organizaciones políticas y candidatos a la presidencia y vicepresidencia hicieron señalamientos públicos de fraude electoral. Los votantes denunciaron inconsistencias en el proceso y se realizaron manifestaciones en distintos puntos del país.

Una semana después de las elecciones el director de informática del tribunal admitió que hubo “un error humano”. En sus declaraciones aseguró que el sistema utilizado para el conteo fue reprogramado, lo que causó problemas, y en algunos casos, duplicó votos. Por primera vez en la era democrática de Guatemala se hizo un recuento total de las actas.  

El 11 de julio, casi un mes después de las elecciones, el tribunal dio a conocer el listado oficial de los 160 diputados para el periodo 2020 -2024. Dávila ocupa el puesto 43. Fue hasta en ese momento que agradeció el apoyo de los votantes.

Desde su candidatura recibió advertencias sobre la posible divulgación de aspectos de su vida privada y en efecto, después de su elección circularon en redes sociales unas fotografías originalmente publicadas en su perfil personal de Facebook. En ellas se le puede ver en fiestas de Halloween –su celebración favorita- de años anteriores, en unas disfrazado de diablo y en otras de zombie. Varios usuarios las compartieron junto con comentarios en los que se referían a él como una aberración.  

—Hay congresistas que me han atacado por redes sociales debido a mi orientación sexual. Otros usuarios me han escrito lacra y sidoso. Incluso una persona a quien no conozco llegó a comentar que debía conseguir un chaleco antibalas porque no iba a dejar que  llegara al 14 de enero, el día de mi toma de posesión. Puse una denuncia en el Ministerio Público y la policía me ha ayudado con algunas medidas de seguridad.

—¿Tenés miedo?

—Sí, tengo miedo —dice inmediatamente. —Estoy seguro de que un activista no será bienvenido en el Congreso pero no me voy a tapar la boca —dice, de nuevo, sin titubear.

Y es que, con altoparlante en mano, Dávila ha participado en marchas a favor de la diversidad sexual desde hace más de 15 años y alzado la voz en contra de la corrupción y la impunidad del Estado en múltiples manifestaciones.

—Yo amé a ese hijo de puta —dice al referirse a Guillermo, su primera pareja, quien aunque le rompió el corazón en más de una ocasión, también lo hizo descubrir el activismo, algo por lo que asegura, siempre le estará agradecido.

Después de darle el primer sorbo a una taza de té chai que emana un fuerte olor a especias, Dávila lanza una mirada de complicidad, deja la taza a un lado, coloca los codos sobre la mesa, entrelaza los dedos y se inclina ligeramente hacia delante.  —Primero de agosto de 1995 —y hace una pausa. 

—Cuando estaba en mi último año de colegio quería ser periodista y a veces me salía de clases para ir a leer la prensa a la Biblioteca Nacional. Ese día noté que él se me quedaba viendo. Cuando salí de la biblioteca me siguió y me habló. Me preguntó el nombre y la edad -17-. Él tenía diez más pero no se le notaba.

—Para hacerme el interesante le dije que estaba haciendo una investigación. Él respondió que podía prestarme un libro y me dio la dirección de su casa, que casualmente estaba a minutos de la mía. En ese momento ya me asusté, sentí que me tiraba mucha vibra y no estaba listo para eso. Me fui a mi casa .        

Se aclara la garganta dos veces y continúa. —Dejé el bolsón en la sala y le dije a mi mamá que iba a hacer tareas.

—Yo ya sabía a lo que iba. Guillermo me llevó inmediatamente a su cuarto y empezó a besarme. Me quedé inmóvil, pero luego las hormonas me hicieron reaccionar.  —hace una pausa—dijo que nos veríamos el viernes de la siguiente semana, a la misma hora. Salí de allí pensando que todo el mundo sabía lo que había pasado. Llegué a mi casa y me bañé. Me sentía sucio. La situación me sobrepasó.

La vergüenza, la culpa y la autocrítica habían estado presentes en la vida de Dávila desde cinco años atrás, cuando fue consciente de orientación sexual.

—No me enamoré de un compañero del colegio ni de un profesor, pero lo sabía.

—Me tomó poco tiempo darme cuenta que cada vez que veía a Guillermo se repetía un patrón. Yo iba a su casa, teníamos relaciones y ya. E igual me colgué —dice mientras ríe, aceptando sonrojado su ingenuidad adolescente. —Conforme pasó el tiempo nos fuimos conociendo, pero durante dos años cortamos y volvimos muchas veces porque él no era capaz de establecer una relación.

—Él iba a una discoteca gay que se llamaba Pandoras Box —a mi todavía no me dejaban entrar—, allí le hablaron de unos talleres sobre prevención de VIH y me invitó. Se hacían en la ONG Oasis. Para mi el lugar significó literalmente eso porque hasta ese momento no conocía a más personas diversas a parte de él y además me capacité en los temas de VIH, autoestima, codependencia y otros.

‘Un chico de barrio’

Dávila era un chico de barrio, el mayor de tres hermanos. Califica su infancia como buena, excepto cuando en el colegio le pegaban “por maricón”.

Su mamá trabajaba como mesera en la cadena de restaurantes Pollo Campero y su papá era jefe de bodega en una tienda de telas.  

—Con mi mamá siempre he tenido una relación como de amigos y a mi padre lo quise mucho. Cuando yo tenía 14 años lo atropelló un auto y murió de inmediato. Yo era un niño gay obvio y él era muy machista. A pesar de que era un excelente cocinero no me dejaba entrar a la cocina. Supongo que pensaba que con ese tipo de cosas “me iba a componer”. Creo que por el temor que le tenía, si él siguiera vivo yo sería gay solapado.

Fue hasta ese entonces que Dávila sintió la presión de ser el hermano mayor, de ser el ejemplo a seguir. No quería decepcionar a su mamá, que la gente hablara mal de él por ser gay o -según lo que aprendió en el colegio- irse al infierno.

Su rutina cambió de inmediato. Mientras su mamá trabajaba él preparaba las refacciones de sus hermanos, Gabriela y Kenny, los llevaba a colegios distintos y luego se iba a estudiar. En la tarde, después de recoger a sus hermanos, hacía almuerzo, revisaba tareas y hacía las suyas, y terminaba el día llorando en el jardín para que nadie lo viera.

Grupo de diversidad sexual apoyó a Dávila

Tres semanas después de empezar a asistir a Oasis decidió hablar de su orientación sexual con su mamá. Estaba listo para lo que viniera, incluso para irse de su casa si así se lo ordenaba.

Además de la sensación de liberarse de una carga, Dávila recibió palabras de aceptación y amor —pero también lágrimas y preguntas–.

Lo que empezó como una petición para que declinara ir a Oasis pronto se volvió una prohibición y en su desesperación, fingiendo que era la casa de un amigo, Dávila llevó a su mamá al lugar. Una vez estuvieron frente a la puerta abierta y la mirada atónita del director de la institución, se vieron comprometidos a entrar.

—La llevaron a dar un recorrido por todo el lugar. Era un espacio de tres niveles en el que había un salón para hacer ejercicios, cafetería, una sala con televisión y juegos de mesa y otros espacios, todos con cuadros con información de prevención de VIH. Se portó algo pesada y cortante con todos e hizo muchas preguntas sobre lo que hacíamos allí. Cuando la invitaron a participar se lo tomó como si la estuvieran retando y por eso aceptó. Recuerdo que al salir me maltrató por haberla llevado así, pero también me dijo que parecían personas agradables y que el lugar no era lo que había imaginado.

—La siguiente semana cambió el horario de su turno de trabajo y nos acompañó a repartir preservativos y trifoliares a personas dedicadas al comercio sexual. La mayoría eran fáciles de tratar, pero también estaba Rachael, una mujer trans a la que visitábamos después de esconder nuestras pertenencias porque asaltaba. Nos recibió a la defensiva como siempre, pero en cuanto se enteró que la nueva voluntaria era mi mamá y que me aceptaba la abrazó y empezó a llorar mientras repetía que no pensó que iba a vivir para ver algo así.    

—Después de eso mi mamá empezó a entender mejor el rollo de la diversidad y continuó siendo voluntaria en Oasis. A los tres años le ofrecieron una plaza en una organización que trabaja en pro de los derechos humanos de las trabajadoras sexuales. Trabajó allí nueve años, hasta que se jubiló hace cinco.

La carrera laboral de Dávila inició en una agencia de viajes, pero eventualmente se dio cuenta de que no era lo suyo, renunció y confió en que pronto llegaría otro trabajo.

Tenía 18 años pero ya no vivía con su familia, así que eventualmente sus ahorros se esfumaron y las cuentas se acumularon, lo que lo llevó a dedicarse al comercio sexual para sobrevivir.  

—Los trabajadores del “Callejón del Amor” ya me conocían porque yo mismo les repartía preservativos. Se sorprendieron cuando llegué, pero comprendieron mi situación. Me pasaron muchas cosas feas en esa época —dice sin expresión, mientras mantiene el contacto visual-. Fueron ocho meses, hasta que llegó la oportunidad de trabajar en Oasis como educador.

Dávila fue diagnosticado con VIH cuando tenía 24 años

—Un día después de regresar de un viaje me sentía muy mal. Me dolía la cabeza y tenía fiebre de 40 grados. Le había dado las llaves de mi apartamento a un vecino mientras estuve fuera y me encontró tirado en el piso.

—Cuando desperté noté un letrero de XX en mi cama. Tenía una sonda y tubos aquí y aquí –dice mientras presiona su dedo índice en una de sus muñecas y el antebrazo—. Me diagnosticaron meningitis bacteriana pero no reaccioné al medicamento. Se me cayó el pelo y estaba flaquísimo.

—Me había hecho una prueba de VIH un año atrás. Sabía que después de infectarse una persona pasa un tiempo siendo indetectable y finalmente llegaba a la etapa de sida. ¡Era lo que yo enseñaba! Pero de igual forma acepté que me hicieran un análisis.

—Enterarme de que era portador me dejó en shock —dice mientras asiente con la cabeza varias veces—.

Tenía 24 años.

—Estuve en coma varios días. Recuerdo pocas cosas, pero tengo claro que le pedí perdón a mi mamá y que mi cuadro clínico estaba tan mal que pensé que me iban a mandar a morir a mi casa.

Después de 21 días Dávila logró superar la meningitis, salió del hospital e inició su tratamiento contra el VIH, que consistía en tomar 16 pastillas diarias.

—Siempre fui empático, pero ser portador me cambió aún más la perspectiva. Cuando tratás con gente con VIH debés tener presente que estás hablando con un humano y no con una cifra. No importa cuántas veces tengas que repetir la misma información, debés ser paciente. A la fecha hay gente que me habla para contarme de su diagnóstico y noto que no les han dado el acompañamiento correcto. Es algo que realmente me molesta.

Dávila se especializa en los temas de VIH y diversidad sexual, pero asegura que llevará la agenda del Congreso basándose en los derechos humanos.

—Claro que trabajaré por una ley de identidad de género, pero me preocupan mucho las niñas, las mujeres, la juventud y los pueblos indígenas.

Para entender la dimensión del interés de Dávila en los derechos humanos y las poblaciones históricamente excluidas basta echarle un vistazo a los 25 años de experiencia laboral plasmados en su currículum. Educador en materia de VIH, profesor de jóvenes con problemas de conducta y encargado de pre y post consejería para la prueba de VIH en trabajadoras sexuales son algunas de las funciones en las que se ha desempeñado.

Dávila es un hombre accesible, de muchas palabras, pero también de acciones.

Cuando le ponen una cámara enfrente abre más los ojos y casi siempre junta los labios y los mueve hacia la izquierda para esbozar una sonrisa.

Le gusta Mafalda y los animales. Tiene un perro Schnauzer llamado Valentino.

No le gusta el fútbol.

Tampoco la ropa formal, pero ya fue a varias tiendas de segunda mano en busca de sacos para su nuevo trabajo.

Cuando habla de Alex, su pareja desde hace 18 años, le resulta imposible no sonreír. Lo describe como un hombre inteligente, responsable y muy trabajador. Es comerciante en el mercado La Terminal y un excelente cocinero.

No cree en las casualidades.

Cree en Dios. También cree en la numerología.

Suele contestar los mensajes de inmediato y siempre devuelve las llamadas.

Después de ser activista se involucró en la política partidaria porque quiere hacer cambios sociales desde adentro. Recibió la invitación para unirse a tres partidos políticos distintos. Sabiendo que normalmente está comprometida a los dueños o financistas, pidió la casilla 1 para la capital. Era la única forma de tener posibilidades razonables de conseguir el éxito. Dos partidos declinaron.

El pasado 14 de enero inició su trabajo legislativo.

Tiene dudas, pero no se arrepiente. 

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El Salvador

El Salvador: el costo del silencio oficial ante la violencia contra la comunidad LGBTQ

Entidades estatales son los agresores principales

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(Foto de Ernesto Valle por el Washington Blade)

En El Salvador, la violencia contra la población LGBTQ no ha disminuido: ha mutado. Lo que antes se expresaba en crímenes de odio, hoy se manifiesta en discriminación institucional, abandono y silencio estatal. Mientras el discurso oficial evita cualquier referencia a inclusión o diversidad, las cifras muestran un panorama alarmante.

Según el Informe 2025 sobre las vulneraciones de los derechos humanos de las personas LGBTQ en El Salvador, elaborado por el Observatorio de Derechos Humanos LGBTIQ+ de ASPIDH, con el apoyo de Hivos y Arcus Foundation, desde el 1 de enero al 22 de septiembre de 2025 se registraron 301 denuncias de vulneraciones de derechos.

El departamento de San Salvador concentra 155 de esas denuncias, reflejando la magnitud del problema en la capital.

Violencia institucionalizada: el Estado como principal agresor

El informe revela que las formas más recurrentes de violencia son la discriminación (57 por ciento), seguida de intimidaciones y amenazas (13 por ciento), y agresiones físicas (10 por ciento). Pero el dato más inquietante está en quiénes ejercen esa violencia.

Los cuerpos uniformados, encargados de proteger a la población, son los principales perpetradores:

  • 31.1 por ciento corresponde a la Policía Nacional Civil (PNC),
  • 26.67 por ciento al Cuerpo de Agentes Municipales (CAM),
  • 12.22 por ciento a militares desplegados en las calles bajo el régimen de excepción.

A ello se suma un 21.11 por ciento de agresiones cometidas por personal de salud pública, especialmente por enfermeras, lo que demuestra que la discriminación alcanza incluso los espacios que deberían garantizar la vida y la dignidad.

Loidi Guardado, representante de ASPIDH, comparte con Washington Blade un caso que retrata la cotidianidad de estas violencias:

“Una enfermera en la clínica VICITS de San Miguel, en la primera visita me reconoció que la persona era hijo de un promotor de salud y fue amable. Pero luego de realizarle un hisopado cambió su actitud a algo despectiva y discriminativa. Esto le sucedió a un hombre gay.”

Este tipo de episodios reflejan un deterioro en la atención pública, impulsado por una postura gubernamental que rechaza abiertamente cualquier enfoque de inclusión, y tacha la educación de género como una “ideología” a combatir.

El discurso del Ejecutivo, que se opone a toda iniciativa con perspectiva de diversidad, ha tenido consecuencias directas: el retroceso en derechos humanos, el cierre de espacios de denuncia, y una mayor vulnerabilidad para quienes pertenecen a comunidades diversas.

El miedo, la desconfianza y el exilio silencioso

El estudio también señala que el 53.49 por ciento de las víctimas son mujeres trans, seguidas por hombres gays (26.58 por ciento). Sin embargo, la mayoría de las agresiones no llega a conocimiento de las autoridades.

“En todos los ámbitos de la vida —salud, trabajo, esparcimiento— las personas LGBT nos vemos intimidadas, violentadas por parte de muchas personas. Sin embargo, las amenazas y el miedo a la revictimización nos lleva a que no denunciemos. De los casos registrados en el observatorio, el 95.35 por ciento no denunció ante las autoridades competentes”, explica Guardado.

La organización ASPIDH atribuye esta falta de denuncia a varios factores: miedo a represalias, desconfianza en las autoridades, falta de sensibilidad institucional, barreras económicas y sociales, estigma y discriminación.

Además, la ausencia de acompañamiento agrava la situación, producto del cierre de numerosas organizaciones defensoras por falta de fondos y por las nuevas normativas que las obligan a registrarse como “agentes extranjeros”.

Varias de estas organizaciones —antes vitales para el acompañamiento psicológico, legal y educativo— han migrado hacia Guatemala y Costa Rica ante la imposibilidad de operar en territorio salvadoreño.

Educación negada, derechos anulados

Mónica Linares, directora ejecutiva de ASPIDH, lamenta el deterioro de los programas educativos que antes ofrecían una oportunidad de superación para las personas trans:

“Hubo un programa del ACNUR que lamentablemente, con todo el cierre de fondos que hubo a partir de las declaraciones del presidente Trump y del presidente Bukele, pues muchas de estas instancias cerraron por el retiro de fondos del USAID.”

Ese programa —añade— beneficiaba a personas LGBTQ desde la educación primaria hasta el nivel universitario, abriendo puertas que hoy permanecen cerradas.

Actualmente, muchas personas trans apenas logran completar la primaria o el bachillerato, en un sistema educativo donde la discriminación y el acoso escolar siguen siendo frecuentes.

Organizaciones en resistencia

Las pocas organizaciones que aún operan en el país han optado por trabajar en silencio, procurando no llamar la atención del gobierno. “Buscan pasar desapercibidas”, señala Linares, “para evitar conflictos con autoridades que las ven como si no fueran sujetas de derechos”.

Desde el Centro de Intercambio y Solidaridad (CIS), su cofundadora Leslie Schuld coincide. “Hay muchas organizaciones de derechos humanos y periodistas que están en el exilio. Felicito a las organizaciones que mantienen la lucha, la concientización. Porque hay que ver estrategias, porque se está siendo silenciado, nadie puede hablar; hay capturas injustas, no hay derechos.”

Schuld agrega que el CIS continuará apoyando con un programa de becas para personas trans, con el fin de fomentar su educación y autonomía económica. Sin embargo, admite que las oportunidades laborales en el país son escasas, y la exclusión estructural continúa.

Matar sin balas: la anulación de la existencia

“En efecto, no hay datos registrados de asesinatos a mujeres trans o personas LGBTIQ+ en general, pero ahora, con la vulneración de derechos que existe en El Salvador, se está matando a esta población con la anulación de esta.”, reflexiona Linares.

Esa “anulación” a la que se refiere Linares resume el panorama actual: una violencia que no siempre deja cuerpos, pero sí vacíos. La negación institucional, la falta de políticas públicas, y la exclusión social convierten la vida cotidiana en un acto de resistencia para miles de salvadoreños LGBTQ.

En un país donde el Ejecutivo ha transformado la narrativa de derechos en una supuesta “ideología”, la diversidad se ha convertido en una amenaza política, y los cuerpos diversos, en un campo de batalla. Mientras el gobierno exalta la “seguridad” como su mayor logro, la población LGBTQ vive una inseguridad constante, no solo física, sino también emocional y social.

El Salvador, dicen los activistas, no necesita más silencio. Necesita reconocer que la verdadera paz no se impone con fuerza de uniformados, sino con justicia, respeto y dignidad.

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Un país que vota desde el miedo y la esperanza

Candidatos pro-LGBTQ ganaron en todo el país

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La ciudad de Miami en 2020. Los resultados de las elecciones del 4 dfueron una llamada de atención para los candidatos anti-LGBTQ y antiinmigrantes.(Foto de by Yariel Valdés González por el Washington Blade)

Estados Unidos volvió a las urnas el 4 de noviembre de 2025, y el resultado fue mucho más que una contienda electoral. Lo que se vivió en Virginia, Nueva Jersey, Nueva York, Miami y California fue una radiografía moral y política de una nación que vota entre el miedo y la esperanza. Los votantes hablaron desde la incertidumbre, pero también desde la convicción de que el país todavía puede ser un espacio de justicia, inclusión y respeto.

Las victorias de Abigail Spanberger en Virginia y Mikie Sherrill en Nueva Jersey, junto al ascenso del progresista Zohran Mamdani a la alcaldía de Nueva York, el avance demócrata en Miami y la aprobación de la Proposición 50 en California, marcaron el ritmo de una elección que dejó un mensaje claro para la administración Trump: el miedo puede movilizar, pero no logra sostener el poder. La ciudadanía eligió con el corazón, cansada de los discursos de odio y del espectáculo político, y con la esperanza de reencontrarse con una política que mire hacia la gente, no hacia el poder.

El caso de Nueva York sintetiza ese cambio de rumbo. Zohran Mamdani, hijo de inmigrantes, musulmán y abiertamente progresista, centró su discurso de victoria en la defensa de la dignidad humana y la solidaridad.

“Esta noche hicimos historia”, dijo ante una multitud diversa que lo vitoreaba. “Nueva York seguirá siendo una ciudad de inmigrantes: una ciudad construida por inmigrantes, impulsada por inmigrantes y, a partir de esta noche, liderada por un inmigrante”.

 Pero su mensaje más poderoso fue el que dedicó a las comunidades más vulnerables: Aquí creemos en defender a quienes amamos, ya seas inmigrante, miembro de la comunidad trans, una de las muchas mujeres negras que Donald Trump despidió de un trabajo federal, una madre soltera que aún espera que bajen los precios de los alimentos o cualquier otra persona que se encuentre contra la pared”.

Esas palabras resonaron como una respuesta a los años de retrocesos y ataques legislativos contra las personas LGBTQ y, en especial, contra la comunidad trans. Mamdani prometió ampliar y proteger el acceso a la atención médica afirmativa de género, destinando fondos públicos para garantizar que “todos los neoyorquinos tienen acceso al tratamiento médico que necesitan”. Su compromiso coloca a Nueva York como un faro de resistencia frente a la ola de políticas restrictivas que han surgido en varios estados del país.

Lo ocurrido en noviembre tiene, además, un profundo significado para quienes viven en los márgenes del poder. Para la comunidad trans, estos resultados representan algo más que un respiro político: son una afirmación de existencia. En tiempos donde el discurso oficial ha buscado borrar identidades, negar tratamientos y criminalizar cuerpos, la victoria de líderes que defienden la inclusión devuelve la esperanza de vivir sin miedo. El voto trans, y el voto LGBTQ en general, fue más que un gesto cívico: fue un acto de supervivencia y de resistencia.

La elección también habló al corazón de las comunidades inmigrantes, de las personas que viven con VIH o enfermedades crónicas, de las minorías raciales y de quienes luchan por un salario justo. En un país donde tantos sienten que la política los ha olvidado, estas victorias locales devuelven la posibilidad de creer en la democracia como herramienta de transformación. Son un recordatorio de que la esperanza no es ingenuidad, sino el acto más valiente de quienes deciden seguir de pie.

Miami, por su parte, envió una señal inesperada. En un bastión republicano históricamente alineado con la administración Trump, la candidata demócrata tomó la delantera y forzó una segunda vuelta. En una ciudad diversa, con fuerte presencia latina, afrodescendiente e LGBTQ, el avance progresista fue un mensaje de ruptura con el voto automático y con la política del miedo. Las urnas del sur de la Florida demostraron que los cambios comienzan en los lugares menos previsibles.

Para la administración Trump, la lectura es clara. El país está enviando una advertencia: los derechos humanos no se negocian. La economía importa, pero también importa la dignidad. Los votantes quieren soluciones reales, no eslóganes; respeto, no manipulación; empatía, no imposición.

Las comunidades LGBTQ y trans han sido el rostro visible de una resistencia que no se rinde. Cada voto emitido fue un acto de esperanza frente al miedo; cada victoria, una respuesta a la violencia simbólica e institucional. Las palabras del nuevo alcalde de Nueva York se convirtieron en símbolo nacional porque trascendieron la política partidista: recordaron que en medio de la oscuridad, la humanidad todavía puede ser una política pública.

Las urnas de noviembre hablaron con la voz de quienes han sido marginados, atacados o invisibilizados. Hablan las personas trans que exigen respeto, las parejas que defienden su amor, los jóvenes que no aceptan ser silenciados, los creyentes que apuestan por una fe inclusiva y las familias que siguen creyendo en un país posible. En medio del miedo, el país eligió esperanza. Y esa esperanza —imperfecta, frágil, pero viva— puede ser el principio de una nueva historia: una en la que la igualdad no sea un sueño, sino una promesa cumplida.

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Doble exclusión, misma dignidad

Personas con discapacidades en América Latina y el Caribe se luchan dos batallas.

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El Ángel de la Independencia en la Ciudad de México (Foto de Michael K. Lavers por el Washington Blade)

En un continente donde los derechos de la comunidad LGBTQ avanzan y retroceden al ritmo de los vientos políticos, hay una realidad que casi nadie nombra: la de quienes, además de pertenecer a esta comunidad, viven con una discapacidad física, motora o sensorial. En ellos convergen dos batallas —la del reconocimiento y la de la accesibilidad— que se libran, la mayoría de las veces, en silencio.

Según el Banco Mundial, más de 85 millones de personas con discapacidad viven en América Latina y el Caribe. Al mismo tiempo, la región alberga algunos de los movimientos LGBTQ más visibles del mundo, aunque persisten graves formas de violencia y exclusión. Sin embargo, los estudios que cruzan ambas realidades son casi inexistentes. Y esa ausencia de datos también es una forma de violencia.

Ser una persona LGBTQ en América Latina todavía implica, en muchos casos, enfrentar el rechazo familiar, la discriminación laboral o la exclusión religiosa. Pero si a eso se suma una discapacidad, las barreras se multiplican. En palabras de un activista brasileño citado por CartaCapital, “cuando entro a una entrevista, me miran primero la silla de ruedas y después descubren que soy gay. Ahí empieza el doble filtro”. Este fenómeno, conocido como doble prejuicio, se refleja tanto fuera como dentro de la propia comunidad LGBTQ. A menudo, la discapacidad sigue siendo invisibilizada incluso en marchas del orgullo o campañas de diversidad, donde predominan imágenes de cuerpos normativos y jóvenes. El capacitismo —esa discriminación basada en la idea de que solo los cuerpos funcionales son válidos— se cuela incluso en los espacios que deberían ser los más inclusivos.

La desexualización de las personas con discapacidad es una de las formas más sutiles de exclusión. El reportaje argentino Sexo, discapacidad y placer, publicado por Distintas Latitudes, expone cómo la sociedad suele negar el derecho al deseo y al amor de quienes viven con alguna limitación física. Cuando además se trata de una persona LGBTQ, la negación se duplica: se les niega el cuerpo, el deseo y, con ello, una parte esencial de su dignidad humana. Como afirma la psicóloga mexicana María L. Aguilar, “la desexualización de las personas con discapacidad es una forma de violencia simbólica. Y cuando se cruza con la diversidad sexual, se convierte en una negación del derecho al placer y a la autonomía”.

El ejemplo más visible de inclusión llega desde el deporte. En los Juegos Paralímpicos de París 2024, al menos 38 atletas LGBTQ participaron, según un informe de Agencia Presentes. Pero la pregunta permanece: ¿cuántas personas LGBTQ con discapacidad fuera del ámbito deportivo logran tener voz, empleo, pareja o acceso a los servicios básicos? En un continente marcado por la desigualdad, la intersección entre orientación sexual, discapacidad, pobreza y género produce una combinación de vulnerabilidades que pocas políticas públicas abordan.

Diversos estudios advierten que las personas LGBTQ en América Latina presentan tasas más altas de depresión y ansiedad que la población general. A su vez, los informes sobre discapacidad en la región señalan altos niveles de aislamiento y falta de apoyo. Pero no existen datos interseccionales que midan cómo se viven estos desafíos cuando ambas realidades se cruzan. En países como Chile, el Observatorio de Discapacidad e Inclusión advierte una alta prevalencia de problemas de salud mental y un acceso insuficiente a servicios especializados. En Estados Unidos, investigaciones del Trevor Project muestran que los jóvenes Latine LGBTQ tienen mayor riesgo de intentos de suicidio cuando enfrentan discriminación múltiple. En América Latina y el Caribe, la ausencia de estadísticas en este campo no solo refleja desinterés: también perpetúa la invisibilidad.

Ni las leyes sobre discapacidad mencionan explícitamente a la población LGBTQ, ni las políticas de diversidad incorporan la variable de discapacidad. Un informe de la International Disability Alliance sobre la región advierte que las personas con discapacidad LGBTQ “enfrentan discriminación múltiple y carecen de protección específica”. Pese a ello, surgen señales de esperanza: en México, el Colectivo de Personas con Discapacidad LGBTQ+ impulsa iniciativas para visibilizar la exclusión doble; en Brasil, la organización Vale PCD desarrolla proyectos de inclusión laboral y cultural; y en el Caribe oriental, el Proyecto LIVITY, de la Eastern Caribbean Alliance for Diversity and Equality (ECADE), fomenta la participación política de personas con discapacidad y de la comunidad LGBTQ.

La verdadera inclusión no se mide por las rampas, ni por los discursos de tolerancia. Se mide por la capacidad de una sociedad para reconocer la dignidad humana en todas sus expresiones, sin lástima, sin morbo, sin condiciones. No se trata de aplaudir historias de superación, sino de garantizar el derecho a una vida plena. Como dijo un líder caribeño citado por ECADE: “La inclusión no es un gesto, es una decisión moral y política”.

Este tema exige una conversación continental. América Latina y el Caribe solo podrán hablar de igualdad real cuando el cuerpo, el deseo y la libertad de las personas LGBTQ con discapacidad sean respetados con la misma fuerza con que se proclama la diversidad. Nombrar lo que aún no se nombra es el primer paso hacia la justicia. Porque lo que no se mide, no se atiende; y lo que no se mira, no existe.

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