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Un californiano conquista las cocinas de MasterChef España   

Michael Salazar es el primer participante estadounidense del reality show

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Michael Salazar (Foto cortesía de RTVE)

Un escalofrío atravesó el cuerpo de Michael Salazar cuando, a la temprana edad de 16 años, su madre le preguntó, sin el menor pudor, si era maricón; no gay ni homosexual: maricón, con toda la carga despectiva que esa palabra puede encerrar. La interrogante lo tomó por sorpresa y sintió que moría de vergüenza y miedo. 

“Me quedé helado”, cuenta Michael al Washington Blade, 35 años luego del suceso. “No sé de dónde saqué valor y le contesté que sí. Fue entonces cuando me dijo que me tenía que ir de la casa, ¡y ya! Ella no quería tener ningún maricón bajo su techo”.   

Esta amarga anécdota, que no por lejana deja de ser dolorosa para él, la escucharon por primera vez quienes siguen la versión española de MasterChef, un reality show de habilidades culinarias, que en este 2020 ya acumula ocho temporadas. Michael, uno de sus concursantes, es el primer estadounidense que se presenta en la competencia, que se emite cada lunes por Televisión Española. 

Michael, 51 años, nació en Costa Rica y a los siete años se trasladó con su familia a los Estados Unidos. Creció en Long Beach, California, lugar que él denomina su “pueblo natal”. 

“Cuando alguien me pregunta que de dónde soy, mi respuesta es siempre la misma, aunque también viví en Victorville unos años, antes de venirme para España, donde conservo buenos amigos”, dice.

Profesor de Inglés y aficionado al arte culinario, decidió probar suerte en uno de los certámenes televisivos más populares de España, donde reside desde hace ocho años. Vive actualmente en Barcelona, muy cerca del mar, junto a su esposo Fernando. En exclusiva conversamos con él sobre su pasado, repleto de eventos discriminatorios y su presente, en el que se ha convertido en una especie de celebrity, que motiva a muchos jóvenes LGBTQ cada vez que aparece en pantalla.

¿Cómo recuerda la vida con su familia en Estados Unidos?

“Mi vida en familia, si se puede llamar así, no era muy amorosa. A veces, trato de recordar algo divertido o eso que me haga sentir nostálgico y solo me viene a la mente cuando llegó la selección de Costa Rica a Los Ángeles, para jugar un partido de fútbol. Mi madre hizo una fiesta con sus amigos para celebrarlo, pero no me acuerdo si ganó ni contra quién jugó. 

Yo de pequeño me imaginaba que era adoptado y que algún día vendrían mis verdaderos padres a llevarme. Veía a las familias de mis amigos como si fueran las de la tele, tanto amor y cariñitos, y me daban ganas de quedarme a vivir con ellos. En aquellos años, no le gustaba a mi madre que fuera un niño tan afeminado.

Era una cuestión ‘cultural y religiosa’ de la época. Una vez me dijo que yo era el ‘desprestigio de la familia’. No supe en ese momento lo que significaba la frase, pero sabía que no era bueno. Tenía como 8 o 9 años, pero se me quedó grabado”.

¿Qué sucedió después de ese episodio donde su mamá lo expulsó del hogar por ser homosexual?

“Empezaré por recordarte que en los años 80 estábamos en plena epidemia del VIH-Sida y toda la comunidad gay estaba en pánico. Se empezaron a organizar muy rápido, haciendo pruebas de Sida, dando ayuda psicológica y ofreciendo albergues para aquellos que habían sido echados de sus casas. Los jóvenes gays y latinos sufrimos más discriminación, porque nuestras familias eran muy religiosas y tradicionales. Unos amigos y yo nos unimos a un grupo de apoyo que organizó la MCC (Metropolitan Community Church) en Long Beach y ayudábamos a recaudar fondos para la gente que lo había perdido todo por el Sida. 

Enviaron a mi casa un boleto con una invitación para una fiesta y mi mamá la leyó. Cuando llegué del instituto, ella me dijo que había una iglesia cristiana que convertía a ‘maricones y tortilleras’ en gente ‘normal’, y que me habían enviado una carta. Me preguntó el porqué. En ese momento yo no entendí muy bien qué pasaba y ni siquiera lo asocié con la MCC. Un escalofrío atravesó mi cuerpo. Me sentí morir de vergüenza y de miedo, porque no sabía por dónde iba la cosa. 

Yo le contesté que no sabía nada de eso y fue cuando ella me preguntó que si yo era ‘maricón’. Me quedé helado, pero no sé de dónde saqué valor y le contesté que sí. Fue entonces cuando me dijo que me tenía que ir de la casa, ¡y ya! Ella no quería tener ningún maricón bajo su techo. 

Entonces, le pedí permiso para llamar a mi hermana para ver si me dejaba quedarme en su casa. Me dijo que sí, que la llamara, pero rápido. Mi hermana me dijo que me fuera a su casa y que me podía quedar el tiempo que fuera necesario, pero … en unos días ella se iba a Costa Rica a visitar unos parientes y no sabía cuánto tiempo iba a quedarse. Yo le prometí que tan pronto encontrase un sitio dónde quedarme, me iría”.

¿Cómo incidió en Ud. el sentirse discriminado por su propia familia? 

“Durante muchos años me sentí culpable y no debía confesar que era gay. Pero conocí gente tan buena que me ayudaron a entender que no era mi culpa y me enseñaron a quererme. Hoy en día, soy un hombre felizmente casado y veo la vida con optimismo. Sé que hay cosas que no podré cambiar, pero yo pongo de mi parte para ser una persona mejor todos los días”.

¿Cuánto cambió su vida a partir de ese entonces? 

“Haber pasado por esa situación me ha hecho tener más sensibilidad hacia otras personas que se encuentran en cualquier forma de discriminación. Como profesor, inculco en mis alumnos el respeto y el hacerse respetar. Entiendo que hay situaciones que no podemos cambiar, pero lo que sí podemos hacer es tener una visión de las cosas más optimista. 

Yo soy un vivo ejemplo de que todo puede mejorar en la vida si le das una oportunidad. Deseo que ninguna otra persona pase por lo que yo pasé, pero, a la vez, reconozco que no es tan fácil. Hoy en día, por medio de Instagram, me contactan muchos jovencitos diciéndome que se identifican con mi historia y eso me da mucha pena, porque sé lo mal que lo están pasando. 

Trato de darles ánimos y que tengan paciencia, ¡todo mejorará! También me hablan muchos padres que me preguntan cómo pueden ayudar a sus hijos que les han confesado su orientación. Siempre les digo que hay grupos de apoyo, tanto en persona como online, y les animo a que se pongan en contacto con ellos. Yo solo les puedo aconsejar desde mis vivencias, sin embargo, en esas asociaciones tienen grupos de expertos cualificados que les ayudarán mejor que yo”.

¿Ud. contó que cuando su madre lo echó de la casa el gobierno de California lo reubicó con un padre gay. ¿Qué tan diferente fue todo a partir de ahí? 

“El departamento de servicios humanos junto con el Gay and Lesbian Center de Los Ángeles formaron un grupo llamado Pink Project, que se basaba en asignar niños gays o lesbianas de la calle a padres gay-lésbico, ya que otras familias casi nunca nos entendían. A mí me tocó vivir en Burbank, California. Quien me acogió fue uno de esos ‘ángeles’ en mi vida, que me trató con mucho respeto y cariño, y aunque solo estuve en su casa unos meses, dejó una huella en mi vida tan positiva que me atrevo a decir que soy quien soy gracias a él”.

¿Se ha sentido discriminado alguna otra vez? 

“Desgraciadamente, ¡sí!  En mi caso me han discriminado en multitud de ocasiones por triple motivo: por ser hispano, gay y oscuro (todo lo que los racistas odian). Al principio me ponía muy triste, porque sentía que era la historia de nunca acabar. Ya después me hice una piel más dura y no dejé que me afectara tanto. Yo soy feliz como soy y tengo gente que me ama igual”.

¿Y cómo terminó viviendo en España? 

“Estuve trabajando para una gran compañía de teléfono en Victorville, California. Ganaba mucho dinero, pero a la vez era muy duro y tenía mucho estrés. No tenía vida, no estaba feliz ahí, quería un cambio. Empecé a viajar dentro del continente y nada. Entonces decidí buscar en Europa. Fui a Londres, a París y cuando llegué a Madrid dije ‘Oh! This is it!’  Tuve una conexión inmediatamente con España y decidí venirme a vivir aquí. Eso fue en 2010 y, para finales del 2012, ya estaba viviendo aquí en Barcelona”. 

¿Por qué le gusta la vida en España? 

“Vivir en España es muy agradable. Como hispano-americano encuentro muchas similitudes con nuestra cultura, pero aquí la historia está más conservada y se puede apreciar en sus palacios, en sus castillos, en sus calles … en fin, en todo su alrededor. A diferencia de lo que me pasaba en Estados Unidos, donde yo vivía para trabajar, aquí siento que trabajo para vivir, y vivo muy bien. 

Tengo una nueva familia y unos amigos que ya son como mi familia también. Es increíble que un país tan pequeño como España tenga tanta diversidad cultural, como la vasca, la catalana, la gallega, la andaluza … Allí donde vayas encuentras algo interesante. Además, la gente en España es muy linda y acogedora. ¡Es imposible no enamorarse de este país!”

Sin embargo, también se enamoró de su actual esposo … 

“Fernando y yo nos conocimos en una red social. Yo ya tenía pensado ir a Barcelona y, una vez allí, quedamos para conocernos. Eso fue a finales del 2012 y, desde entonces, empezamos a vernos casi todos los días. ¡Fue muy bonito! A los pocos meses nos fuimos a vivir juntos. El 4 de agosto del 2017 nos casamos legalmente aquí en Barcelona. Ya vamos para 8 años de pareja y 3 de casados”.

¿Se siente parte de la comunidad LGBTQ de España? 

“Yo soy abiertamente gay y, aunque hoy en día no estoy involucrado en organizaciones LGBTQ, cuando vivía en Victorville fundamos junto a unos amigos, en febrero del 2009, el High Desert Equality, un grupo de actividades socio-culturales. Aquí en España, sobre todo por falta de tiempo, no pertenezco a ninguna organización, pero no descarto hacerlo pronto”. 

¿De dónde viene esa pasión suya por la cocina? 

Siempre me gustó la cocina, sólo que antes lo hacía más por necesidad que por gusto. Ya desde hace unos 15 años empecé a practicar nuevas recetas y a cocinar jugando con diferentes mezclas de sabor y texturas, pero siempre enfocándome en lo tradicional. En mis viajes (me encanta viajar) he aprendido mucho de diferentes culturas gastronómicas y siempre he intentado plasmarlas en mis platos. Esto me ha dado más amplitud a la hora de cocinar. Me encanta que mis amigos disfruten de algo que yo he cocinado”.

¿Por qué decide incorporarse a MasterChef?

“La primera vez que vi MasterChef fue en el año 2014 y me gustó, pero no lo pude seguir por cuestiones de horario. En el 2015 cambié mi horario de trabajo y así pude verlo completo. Me quedé tan impresionado que empecé a buscar las recetas que hacían y practicarlas en casa. Recuerdo que al principio le decía a Fernando que yo algún día iba a entrar en ese programa. Me hacía mucha ilusión con solo pensar en todo lo que aprendería. El año pasado, mientras veíamos la edición de MasterChef Celebrity vi que anunciaban que todavía estaban abiertas la plazas para entrar en MasterChef. Abrí la computadora y rellené la solicitud. Y después de un duro proceso de selección, ¡aquí estoy!”

¿Cómo se ha sentido hasta ahora en el concurso?

“El talent show es muy difícil, ¡pero me encanta!  Si me preguntáis que si lo recomiendo, yo digo mil veces que sí. No solo por lo que aprendes, sino también por cómo me trata toda la gente del programa: el jurado, los trabajadores de producción, los cámaras, las maquilladoras, las peluqueras … ¡Ha sido una experiencia maravillosa!”

¿Cuáles han sido sus momentos más difíciles hasta ahora en el programa? 

“Creo que lo más difícil para mí es la convivencia con los compañeros. Nunca había estado en un entorno con gente tan diferente a mí, y ¡mira que soy de Los Ángeles!” 

¿Cree que el hecho de ser extranjero y gay lo ha puesto en una posición diferente con relación a sus compañeros? 

“Antes de que me seleccionaron entre los últimos 50 concursantes mis amigos me vacilaban con eso, que por ser gay y latino tendría más oportunidades. Estuve a punto de creérmelo, pero cuando vi que en la última prueba la comunidad LGBTQ ya estaba muy bien representada, pensé: ‘¿me seleccionarán por ser extranjero?’. Pero también convocaron a otras personas de diferentes países como Cuba, Bélgica, China, Marruecos, así que no creo que ser extranjero o gay haya tenido algo que ver, ¡fue mi cocina! 

Shine Iberia, la productora que tiene a su cargo la realización de MasterChef España y que forma parte del grupo internacional Endemol Shine Group, refirió al Blade que la inclusión de personas LGBTQ en sus producciones es inequívoco. Programas de éxito en España como MasterChef o Maestros de la Costura apuestan edición tras edición por la visibilidad y normalización de todos los colectivos, y por supuesto también del colectivo LGBTQ, mostrando a través de sus talent shows cómo son las personas con independencia de su procedencia u opción. 

En ese sentido -continúa Shine Iberia- cabe destacar la reciente presencia de Michael en esta octava edición de MasterChef, temporada de la que también ha formado parte Saray, una transexual de etnia gitana que ha compartido cocinas con Michael y los otros 15 aspirantes”. 

¿Qué le ha enseñado el programa hasta hora, profesional y personalmente? 

“Gracias a MasterChef me estoy perfeccionando en las cosas que ya hacía. También estoy aprendiendo técnicas que por mí solo hubiesen sido muy difíciles. En lo personal te digo que ahora aprecio más el tiempo con mi pareja y mis amigos, detalles que antes no daba mucha importancia, ahora los valoro más”.

¿Cuánto de sus raíces hay en sus platos? 

“¡Mucho! Nosotros, en California, tenemos la suerte de tener mucha influencia mexicana, que a la vez tiene mucho que ver con la comida española. En Estados Unidos crecemos con una gran variedad de comidas de todo el mundo. Toda esa influencia me ha ayudado a poder improvisar más rápido que el resto de mis compañeros en las diferentes pruebas”.

¿Qué tal la relación con los jueces y el resto de los compañeros? 

“Cuando no estamos grabando, tienes oportunidad de charlar con los jueces y para mí son personas muy cercanas y encantadoras.  Yo en lo personal me he llevado muy bien con los tres, pero debo admitir que Samantha Vallejo-Nágera me ha dejado la mejor impresión. En cuanto a los compañeros, tengo más relación con Teresa, Adrienne, Sito y Mónica”.

¿Cómo se siente durante las grabaciones? ¿Qué sentimientos experimenta? 

“¡En el plató y los exteriores hay un remolino de emociones! ¡Es una combinación de estrés, nervios y adrenalina! Me lo paso mejor durante las grabaciones. Todos nos tratan muy bien, desde los que limpian hasta los de dirección. ¡Es otro mundo! ¡I love it!

¿Cómo lo ha recibido el público español? 

“¡Muy bien! En las redes sociales no dejan de apoyarme. Desde que vine a España por primera vez de turismo y hasta ahora me he sentido como en casa. La gente aquí es muy acogedora y te hacen sentir como uno de ellos. Me hacen sentir muy querido”.

¿Cuáles son sus mayores aspiraciones en el mundo culinario? 

“Siempre he soñado con tener mi propio negocio relacionado con la cocina. Pensé en poner un pequeño restaurante y abrir solo por las tardes. Pero ya con la experiencia que tengo sé que lo mejor para mí sería un servicio de catering.  De hecho, estoy en contacto con mi compañera Teresa para, en un futuro no muy lejano, poder montar algo aquí en Barcelona. Quién sabe si en un futuro abrió una filial en Los Ángeles o en Washington, D.C.”

¿Qué significaría para ud obtener el trofeo de MasterChef España?

“¡Wow! Ganar el título de MasterChef España no solo representa el dinero o la fama, también es haber logrado una más de mis metas. La oportunidad de estudiar en Basque Culinary Center es algo que nunca hubiera imaginado. Todo lo que podría aprender y la experiencia que adquiriría … ¡sería genial!  

¿Ha regresado a Estados Unidos? 

“¡Si!  El verano pasado nos fuimos Fernando y yo a pasear y visitar a mi familia y amigos. Estuvimos en Orlando, San Francisco, Long Beach (por supuesto), Hollywood, Las Vegas y otras ciudades. Estuvimos tres semanas y, claro, nos faltó tiempo para ver todo lo que queríamos. Estamos pensando en hacer otro viaje por lugares que no conozcamos, como New Orleans, Washington, D.C., Cleveland o New York y ¡muchos otros!” 

¿Qué lazos mantiene con California y Estados Unidos?

“Tengo muchos amigos en California, con los cuales mantenemos contacto. También a mi padre de acogida. En Long Beach tengo una tía que quiero mucho. ¡Y en Florida tengo a mi hermana que adoro! Estados Unidos siempre será mi hogar. ¡Yo soy y seguiré siendo americano! He hablado con mi marido de que en un futuro, cuando estemos jubilados, podríamos ir a vivir a Cocoa Beach”. 

Michael Salazar (Foto cortesía de RTVE)
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Noticias en Español

Doble exclusión, misma dignidad

Personas con discapacidades en América Latina y el Caribe se luchan dos batallas.

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El Ángel de la Independencia en la Ciudad de México (Foto de Michael K. Lavers por el Washington Blade)

En un continente donde los derechos de la comunidad LGBTQ avanzan y retroceden al ritmo de los vientos políticos, hay una realidad que casi nadie nombra: la de quienes, además de pertenecer a esta comunidad, viven con una discapacidad física, motora o sensorial. En ellos convergen dos batallas —la del reconocimiento y la de la accesibilidad— que se libran, la mayoría de las veces, en silencio.

Según el Banco Mundial, más de 85 millones de personas con discapacidad viven en América Latina y el Caribe. Al mismo tiempo, la región alberga algunos de los movimientos LGBTQ más visibles del mundo, aunque persisten graves formas de violencia y exclusión. Sin embargo, los estudios que cruzan ambas realidades son casi inexistentes. Y esa ausencia de datos también es una forma de violencia.

Ser una persona LGBTQ en América Latina todavía implica, en muchos casos, enfrentar el rechazo familiar, la discriminación laboral o la exclusión religiosa. Pero si a eso se suma una discapacidad, las barreras se multiplican. En palabras de un activista brasileño citado por CartaCapital, “cuando entro a una entrevista, me miran primero la silla de ruedas y después descubren que soy gay. Ahí empieza el doble filtro”. Este fenómeno, conocido como doble prejuicio, se refleja tanto fuera como dentro de la propia comunidad LGBTQ. A menudo, la discapacidad sigue siendo invisibilizada incluso en marchas del orgullo o campañas de diversidad, donde predominan imágenes de cuerpos normativos y jóvenes. El capacitismo —esa discriminación basada en la idea de que solo los cuerpos funcionales son válidos— se cuela incluso en los espacios que deberían ser los más inclusivos.

La desexualización de las personas con discapacidad es una de las formas más sutiles de exclusión. El reportaje argentino Sexo, discapacidad y placer, publicado por Distintas Latitudes, expone cómo la sociedad suele negar el derecho al deseo y al amor de quienes viven con alguna limitación física. Cuando además se trata de una persona LGBTQ, la negación se duplica: se les niega el cuerpo, el deseo y, con ello, una parte esencial de su dignidad humana. Como afirma la psicóloga mexicana María L. Aguilar, “la desexualización de las personas con discapacidad es una forma de violencia simbólica. Y cuando se cruza con la diversidad sexual, se convierte en una negación del derecho al placer y a la autonomía”.

El ejemplo más visible de inclusión llega desde el deporte. En los Juegos Paralímpicos de París 2024, al menos 38 atletas LGBTQ participaron, según un informe de Agencia Presentes. Pero la pregunta permanece: ¿cuántas personas LGBTQ con discapacidad fuera del ámbito deportivo logran tener voz, empleo, pareja o acceso a los servicios básicos? En un continente marcado por la desigualdad, la intersección entre orientación sexual, discapacidad, pobreza y género produce una combinación de vulnerabilidades que pocas políticas públicas abordan.

Diversos estudios advierten que las personas LGBTQ en América Latina presentan tasas más altas de depresión y ansiedad que la población general. A su vez, los informes sobre discapacidad en la región señalan altos niveles de aislamiento y falta de apoyo. Pero no existen datos interseccionales que midan cómo se viven estos desafíos cuando ambas realidades se cruzan. En países como Chile, el Observatorio de Discapacidad e Inclusión advierte una alta prevalencia de problemas de salud mental y un acceso insuficiente a servicios especializados. En Estados Unidos, investigaciones del Trevor Project muestran que los jóvenes Latine LGBTQ tienen mayor riesgo de intentos de suicidio cuando enfrentan discriminación múltiple. En América Latina y el Caribe, la ausencia de estadísticas en este campo no solo refleja desinterés: también perpetúa la invisibilidad.

Ni las leyes sobre discapacidad mencionan explícitamente a la población LGBTQ, ni las políticas de diversidad incorporan la variable de discapacidad. Un informe de la International Disability Alliance sobre la región advierte que las personas con discapacidad LGBTQ “enfrentan discriminación múltiple y carecen de protección específica”. Pese a ello, surgen señales de esperanza: en México, el Colectivo de Personas con Discapacidad LGBTQ+ impulsa iniciativas para visibilizar la exclusión doble; en Brasil, la organización Vale PCD desarrolla proyectos de inclusión laboral y cultural; y en el Caribe oriental, el Proyecto LIVITY, de la Eastern Caribbean Alliance for Diversity and Equality (ECADE), fomenta la participación política de personas con discapacidad y de la comunidad LGBTQ.

La verdadera inclusión no se mide por las rampas, ni por los discursos de tolerancia. Se mide por la capacidad de una sociedad para reconocer la dignidad humana en todas sus expresiones, sin lástima, sin morbo, sin condiciones. No se trata de aplaudir historias de superación, sino de garantizar el derecho a una vida plena. Como dijo un líder caribeño citado por ECADE: “La inclusión no es un gesto, es una decisión moral y política”.

Este tema exige una conversación continental. América Latina y el Caribe solo podrán hablar de igualdad real cuando el cuerpo, el deseo y la libertad de las personas LGBTQ con discapacidad sean respetados con la misma fuerza con que se proclama la diversidad. Nombrar lo que aún no se nombra es el primer paso hacia la justicia. Porque lo que no se mide, no se atiende; y lo que no se mira, no existe.

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Cuba

Celia Cruz, la eterna reina del azúcar

La Guarachera de Cuba fue más que una cantante

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Celia Cruz (Foto pública)

Hace un siglo nació en Cuba una mujer que transformó el mapa sonoro del mundo. Celia Cruz fue más que una cantante: fue una embajadora de la alegría, una voz que rompió muros, y un símbolo de identidad para generaciones enteras que encontraron en su grito de ¡Azúcar! una manera de resistir y de celebrar la vida.

Desde sus inicios en Las Mulatas de Fuego hasta su consagración con La Sonora Matancera, su voz se volvió sinónimo de fiesta, de nostalgia y de dignidad. Con su risa grande y su presencia arrolladora, Celia enseñó que el arte no solo entretiene: sana, consuela y redime. “Mi voz quiere volar, quiere atravesar…” cantaba, y lo hizo. Atravesó océanos, dictaduras, fronteras y lenguas. Voló desde La Habana hasta Nueva York, desde el Caribe hasta los escenarios del mundo entero, llevando consigo el eco de una isla que amó hasta el último suspiro.

En los años 90, cuando la crisis de los balseros desgarraba el corazón de Cuba, Celia regresó a su tierra. Lo hizo cantando en la Base Naval de Guantánamo, suelo cubano bajo control estadounidense. Allí, frente a hombres, mujeres y niños que habían huido del dolor, su voz se alzó como un himno de esperanza. No fue una visita política: fue un regreso espiritual. Fue su manera de besar la tierra que la vio nacer, de cantar por quienes no podían hacerlo y de abrazar a su pueblo con el poder de su música. En ese escenario, cuando pronunció “Por si acaso no regreso…”, el aire se llenó de lágrimas y tambor.

Decir Celia Cruz es hablar de Cuba, incluso cuando Cuba no podía pronunciar su nombre. En cada salsa, guaracha o rumba, vibraba el latido de una patria que vivía en su garganta. Fue nominada a trece Premios Grammy y seis Latin Grammy, de los cuales ganó cinco, y recibió doctorados honoris causa de universidades como Yale y Florida. Pero más allá de los premios, su verdadero reconocimiento fue el amor del pueblo que la hizo inmortal.

Y es que Celia no cantaba solo para divertir: cantaba para levantar el espíritu. “Oh, no hay que llorar, porque la vida es un carnaval…”, nos dejó como legado, recordándonos que el dolor también puede bailarse, que las lágrimas pueden convertirse en tambor, y que mientras exista un poco de música en el alma, habrá esperanza.

El 16 de julio de 2003, Celia se despidió del mundo desde su hogar en Fort Lee, Nueva Jersey, pero su voz no se apagó. Viajó primero a Miami para recibir el homenaje de su gente del exilio y reposa finalmente en el Bronx, donde los suyos le llevan flores y canciones. Sin embargo, la verdad es que nunca se fue: Celia Cruz sigue viviendo en cada fiesta, en cada radio, en cada rincón donde suena una clave y alguien grita ¡Azúcar!

Celia fue más que una reina. Fue un puente entre lo que fuimos y lo que soñamos ser. Nos enseñó que se puede triunfar sin olvidar las raíces, que se puede cantar sin perder la fe, y que la alegría también es una forma de resistencia. Su voz no solo atravesó el tiempo: lo conquistó.

Porque donde hubo Celia, hubo luz. Donde hubo Celia, hubo vida. Y mientras el mundo siga bailando al compás de su “carnaval”, la Reina seguirá reinando… por siempre.

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El Salvador

Discriminación transfóbica en la BIANES de El Salvador

Mujer trans denuncia agresión por parte del personal de seguridad

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Daniela Alfaro (Foto cortesia de Daniela Alfaro)

La Biblioteca Nacional de El Salvador (BINAES), considerada un símbolo del desarrollo cultural y tecnológico del país, se ha visto envuelta en una denuncia de discriminación que pone en el centro del debate los derechos humanos de las personas trans en el país.

Daniela Alfaro, activista independiente y estudiante de la Universidad de El Salvador, asegura haber sido víctima de un acto de violencia verbal y discriminación el 13 de octubre, cuando el personal de seguridad de la institución le prohibió el uso del baño de mujeres, a pesar de que —según relata— lo ha utilizado en múltiples ocasiones sin inconvenientes.

“Un vigilante me dijo que yo tenía que entrar al baño de hombres y decidí decirle que quería hablar con el jefe. Llegó tanto el jefe de la BINAES como el jefe de seguridad, y ambos se pusieron a estarme humillando por mi condición de mujer trans”, declaró Alfaro al medio Washington Blade.

Según su testimonio, los encargados le argumentaron que “no existe ninguna ley que les obligue a respetar” su identidad de género. Además, le advirtieron que, si insistía en usar el baño de mujeres, podría ser detenida. 

“Me dijeron que había una orden desde arriba que nos prohibía a nosotras ingresar a los baños de mujeres. Entonces me amenazaron que si volvía y no usaba los baños de hombres me iban a llevar detenida”, añadió.

El incidente, ocurrido en un espacio público de carácter nacional, expone la falta de garantías legales hacia la población LGBTQ y evidencia cómo la ausencia de una Ley de Identidad de Género continúa vulnerando la dignidad y los derechos fundamentales de las personas trans en El Salvador.

Una denuncia por dignidad y derechos humanos

Tras el suceso, Alfaro presentó una denuncia formal ante la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos (PDDH), en la que relata con detalle los hechos acontecidos y solicita la intervención del Estado para garantizar su derecho a la igualdad y a la no discriminación.

En su denuncia, Alfaro escribió:

“El señor Iván Baires (Coordinador de Servicios de Información) ratificó que yo tengo que utilizar el baño de hombres, menospreciando en todo momento mi identidad y expresión de género ya que dijo que ellos no están en la obligación de respetar tratados internacionales como la Declaración Universal de los Derechos Humanos que El Salvador firmó, comprometiéndose en el trato digno de sus ciudadanos”, relató.

Alfaro le explicó a las autoridades de la biblioteca que estas acciones ponían en riesgo su integridad y su imagen, ya que los prejuicios sociales pueden provocar malentendidos o incluso agresiones físicas y sexuales. Sin embargo, la respuesta fue aún más hostil.

La activista denuncia que en ese momento fue rodeada por aproximadamente diez personas, quienes la intimidaron “como si fuera una delincuente”, solo por ejercer su derecho al uso de los espacios públicos. 

Una biblioteca moderna con prácticas excluyentes

La BINAES fue inaugurada en noviembre de 2023 como parte del megaproyecto impulsado por el gobierno salvadoreño con apoyo de la Embajada de China. Con modernas instalaciones, espacios de estudio, zonas tecnológicas y acceso a internet gratuito, el proyecto fue presentado como un ejemplo del desarrollo cultural y educativo del país.

Sin embargo, Alfaro denuncia que ese mismo espacio que promueve la inclusión tecnológica, reproduce prácticas de exclusión social.

“La Biblioteca Nacional de El Salvador es una donación de la Embajada China para nosotros los salvadoreños, pero los dueños actuales generan mucho maltrato a las personas transgénero”, expone en su denuncia.

Daniela explica que asiste frecuentemente a la biblioteca para utilizar las computadoras, ya que no cuenta con una propia y las necesita para redactar su tesis universitaria, requisito indispensable para su graduación en la Universidad de El Salvador.

“Actualmente no tengo los recursos para tener una computadora en mi casa, por ello asisto a la BINAES para elaborar mi trabajo de tesis y poder graduarme. Este trato hostil y denigrante me lleva a abandonar las oportunidades que me permitan crecer y desarrollarme plenamente.”

El acceso a espacios públicos sin discriminación forma parte del derecho universal a la educación, la cultura y la libertad de expresión. Sin embargo, en El Salvador, este derecho parece condicionado por la identidad de género.

“La discriminación y un trato injusto son barreras a mi derecho a ser tratada con respeto y dignidad, y poder acceder a los servicios públicos sin temor a ser discriminada”, enfatiza Alfaro.

Daniela solicita que las autoridades competentes tomen medidas inmediatas para restituir sus derechos como ciudadana salvadoreña, y advierte que la amenaza de ser encarcelada por ejercer su identidad en espacios públicos representa una forma grave de persecución.

“Sin duda, esto es una persecución desde la imposición y la coacción, lo cual repercute gravemente en mi salud física y mental”, escribió en su denuncia.

Violencia institucional y miedo cotidiano

El caso de Alfaro no es aislado. 

Las personas trans en El Salvador enfrentan un contexto de violencia estructural y estigmatización que atraviesa la vida cotidiana, desde el acceso a la educación y el empleo, hasta la atención en salud y el uso de espacios públicos.

“Una vez, en el Centro Histórico, un agente de la Policía Nacional Civil solo por estar sentada en un parque me dijo que en este gobierno no se está respetando a las personas LGBT y me tiró mis pertenencias al piso”, relata Alfaro, recordando otro episodio de agresión.

Este tipo de acciones, según organizaciones defensoras de derechos humanos, constituyen una forma de violencia institucional, donde agentes del Estado o personal de instituciones públicas refuerzan prejuicios que vulneran los derechos fundamentales.

El Salvador, a diferencia de otros países de la región, no cuenta con una Ley de Identidad de Género ni con políticas públicas específicas que protejan a la población trans. La ausencia de marcos legales y la falta de reconocimiento administrativo de la identidad autopercibida agravan la vulnerabilidad de este grupo.

Según Alfaro y activistas consultados, existe un clima de impunidad y desinterés gubernamental frente a estos hechos. “La violencia institucional no solo nos quita derechos, también nos quita esperanza”, reflexionó la joven.

Una deuda pendiente: la Ley de Identidad de Género

En 2022, la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia emitió una resolución en la que ordenaba a la Asamblea Legislativa legislar sobre una Ley de Identidad de Género, que permita a las personas trans adecuar su nombre y género en los documentos legales de acuerdo con su identidad autopercibida.

Sin embargo, a la fecha, el gobierno de Nayib Bukele y la actual Asamblea —con mayoría oficialista— no han avanzado en la discusión ni en la aprobación de dicha ley.

Para las organizaciones que acompañan a la población trans, esta omisión es una forma de violencia estructural. “El Estado salvadoreño sigue sin reconocer nuestra existencia jurídica. No tener documentos que reflejen quiénes somos nos expone a humillaciones, exclusión laboral y vulneraciones constantes”, explicó un representante de la organización Comcavis Trans en declaraciones recientes.

La Ley de Identidad de Género no solo busca el reconocimiento nominal, sino también garantizar el acceso a servicios básicos, educación, salud y empleo sin discriminación. En la práctica, la falta de esta ley permite que situaciones como la ocurrida en la BINAES se repitan con frecuencia, sin mecanismos de reparación efectivos.

La invisibilidad legal se traduce en exclusión social. Al no contar con documentos que correspondan a su identidad, las personas trans enfrentan obstáculos para inscribirse en universidades, obtener empleo o incluso acceder a atención médica sin ser expuestas o ridiculizadas.

Un país que sigue vulnerando derechos

La situación de Alfaro pone rostro a una realidad más amplia: la falta de garantías para vivir con dignidad siendo una persona trans en El Salvador. Su testimonio refleja cómo la discriminación no siempre se manifiesta con violencia física, sino también con gestos institucionales de exclusión, humillación y negación de derechos.

A pesar de los compromisos internacionales asumidos por el Estado salvadoreño —como la Declaración Universal de los Derechos Humanos y los Principios de Yogyakarta, que reconocen la identidad de género como parte de la dignidad humana—, las políticas nacionales siguen sin incorporar una visión inclusiva y de respeto hacia la diversidad.

Organismos internacionales como la ONU y la CIDH han advertido que la discriminación basada en identidad de género constituye una forma de violencia que puede derivar en daños psicológicos, pérdida de oportunidades y, en los casos más extremos, crímenes de odio.

En ese contexto, el caso de Alfaro no solo evidencia un acto de discriminación individual, sino también un síntoma de un problema estructural. 

“Es triste que en un lugar donde uno va a estudiar, a prepararse y superarse, te humillen por ser quien sos. No pedimos privilegios, solo respeto”, expresó Daniela con tono de frustración.

El retroceso académico tras la censura del lenguaje inclusivo

El caso de Alfaro también puede entenderse dentro de un contexto más amplio: el retroceso institucional que ha comenzado a experimentarse en el sistema educativo salvadoreño tras la reciente disposición gubernamental de prohibir el uso del lenguaje inclusivo en todos los niveles de enseñanza.

Aunque la medida fue presentada por el Ministerio de Educación como una forma de “mantener la pureza del idioma”, especialistas en derechos humanos advierten que esta decisión envía un mensaje de exclusión hacia las personas LGBTQ, especialmente hacia estudiantes y docentes que trabajan por ambientes más respetuosos y diversos.

En la práctica, la censura del lenguaje inclusivo puede profundizar el miedo a hablar sobre temas de género y diversidad en el ámbito académico, limitando la libertad de expresión y el derecho a la educación inclusiva. “Cuando se prohíben palabras, se prohíben existencias”, expresó una docente universitaria consultada, aludiendo a que el lenguaje no solo comunica, sino que reconoce identidades y realidades sociales.

Para jóvenes como Alfaro, que viven en carne propia la discriminación en espacios públicos, esta política representa un nuevo obstáculo en su formación profesional. La falta de apertura institucional no solo afecta la seguridad física de las personas trans, sino también su desarrollo académico y su posibilidad de proyectarse en igualdad de condiciones.

Una lucha por existir y ser reconocida

La historia de Alfaro es la de muchas personas trans en El Salvador que, pese a los avances sociales, continúan enfrentando un sistema que las invisibiliza y excluye. Su denuncia ante la PDDH representa un acto de valentía, pero también de desesperación frente a un Estado que no reconoce plenamente su humanidad.

Mientras no exista una Ley de Identidad de Género ni políticas que garanticen el respeto a la diversidad, las personas trans seguirán expuestas a humillaciones, amenazas y exclusión institucional.

El incidente en la BINAES no debería verse como un hecho aislado, sino como un recordatorio urgente de que la igualdad y la dignidad deben ser una realidad vivida, no solo un discurso.

El Salvador, país que se precia de ser “el país de la libertad y la fe”, sigue en deuda con quienes, como Alfarpo, buscan simplemente estudiar, trabajar y vivir sin miedo.

La justicia y la igualdad no deberían depender de una “orden desde arriba”, sino del reconocimiento de que toda persona —sin importar su identidad o expresión de género— merece respeto, dignidad y la oportunidad de construir su vida plenamente.

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