Noticias en Español
Los queers de San Isidro
Movimiento opositor se abraza personas LGBTQ

Durante 10 días, 14 activistas opositores al gobierno cubano, conocidos como el Movimiento San Isidro, le plantaron cara al régimen comunista al encerrarse en una casa semidestruida de La Habana Vieja, la zona más antigua de la capital cubana.
Al autoconfinamiento le adicionaron una semana en huelga de hambre y de sed de algunos de sus integrantes para protestar en contra de las detenciones que sufrieron mientras demandaban la liberación de Daniel Solís, un rapero contestatario que el régimen condenó a ocho meses de prisión por desacato.
Un policía entró a la casa de Solís y este lo insultó mientras hacía una directa por Facebook, donde además mostró su apoyo al presidente Donald Trump. En la transmisión utilizó insultos homofóbicos, que provocaron un distanciamiento de parte de la comunidad LGBTQ cubana. Sin embargo, el último video que el artista subió a sus redes sociales fue para pedir disculpas por su comportamiento.
El rapero fue condenado en un proceso sumario, un proceder legal pero relámpago, donde se acelera la justicia y que algunos expertos consideran inadecuado, pues no respeta las garantías que merece todo acusado.
Los integrantes del MSI consideran la encarcelación de Solís una injusticia e hicieron de ella su principal demanda, aunque también solicitaron el cierre de las tiendas que venden artículos de primera necesidad en dólares, una moneda a la que no tiene acceso la gran mayoría de los cubanos.
Durante esos diez días, la casa fue sitiada con efectivos de la policía y agentes de la Seguridad del Estado, quienes no permitían el acceso a la vivienda. Incluso, la sede fue atacada una noche y destruyeron parte de la puerta principal.
La protesta pacífica fue disuelta con la intervención violenta de la policía con el pretexto de un posible contagio por COVID-19 procedente del extranjero. El periodista Carlos Manuel Alvarez, quien burló la seguridad y entró a la sede del MSI para mostrar su solidaridad, había llegado de México, y según las autoridades, debía repetirse el examen de coronavirus.
Luego de la expulsión, los activistas fueron trasladados a unidades de la policía. Los retuvieron por horas. Los golpearon y más tarde los liberaron a sus respectivas viviendas, a excepción de Luis Manuel Otero Alcántara, el líder del MSI, quien no aceptó ser trasladado a casa de una de las activistas.
Después de varios días sin conocer su paradero, se conoció que estaba hospitalizado. Allí continuó en huelga de hambre varios días más hasta que depuso la huelga para seguir en la lucha por Daniel Solís “y de todos los hermanos presos y abusados por un régimen en decadencia”, señaló en mensaje publicado en Facebook.
Luego de varias semanas del suceso, los activistas que se acuartelaron en San Isidro continúan vigilados por oficiales de la seguridad, quienes los mantienen presos en sus propias residencias.
‘Se meten con uno, se meten con todos’
Osmel Adrián Rubio Santos, un opositor gay de apenas 18 años, integró el MSI en septiembre de 2020, pero desde antes había comenzado su lucha por los derechos humanos en la isla comunista.
Rubio cuenta en entrevista exclusiva con el Washington Blade que se unió a la protesta pacífica del movimiento porque cree en la injusticia que ha caracterizado al proceso de Solís. “Nosotros decimos que cuando se meten con uno se meten con todos”, agrega Rubio, en clara referencia al espíritu de hermandad que une a San Isidro.
Nos cuenta que jamás se ha sentido discriminado dentro del grupo, que tiene una clara visión del respeto a las diferencias sexuales de cada individuo.
Rubio, al igual que el resto de sus compañeros, se sumó a la huelga de hambre cuando la policía interceptó a una vecina que traía alimentos a la sede del MSI. El suministro se restableció después, pero los activistas decidieron mantener la inanición para ejercer más presión para lograr la liberación del rapero.
Se mantuvo sin ingerir alimentos durante tres días. Abandonó la huelga debido a su “delicado estado de salud”.
Rubio pensó que iba a morir cuando un ardor profundo le castigó el hígado. “Sin embargo, me mantenía firme en saber que estaba luchando por mi libertad y la de mi país”, añadió.
Pese a las constantes amenazas y represiones, los integrantes del MSI intentaron mantener un espíritu positivo y alegre, al decir de Rubio. “Fueron unos días maravillosos. Pude ver cómo sería una Cuba libre, pues habían allá dentro todo tipo de personas, desde un gay como yo hasta un musulmán”.
Durante el autoconfinamiento, las hordas del régimen ejecutaron varias acciones en un desesperado intento por erradicar la protesta. “El primer ataque que recibimos fue un día a las 4 de la madrugada. La Seguridad del Estado se subió al techo para echarnos ácido y así envenenarnos el agua de la sede y de tres casas más. También nos echaron ácido por debajo de la puerta con el objetivo de asfixiarnos”.
Luego, un vecino intentó sacar a Otero de la sede y al no poder lograrlo empezó a derribar la puerta con un martillo. “Y por una ventana empezaron a tirar él y varios represores botellas, incluso a Luis Manuel le causaron heridas en la cara”.
Rubio describió la noche del desalojo como tenebrosa. “Ellos (los oficiales) de una patada derribaron la puerta. Eran oficiales de la Seguridad disfrazados de médicos. Nos fueron encima de manera violenta y nos sacaron a cada uno de nosotros con golpes y ofensas. Luego nos llevaron a una unidad de la policía. Nos mantuvieron en una furgoneta casi tres horas y luego nos sacaron de uno en uno, nos golpearon y nos condujeron a cada una de nuestras casas”.
En su vivienda del barrio habanero del Cotorro, Rubio ha permanecido bajo vigilancia total durante las 24 horas del día. Agentes de la Seguridad están apostados en la puerta de su domicilio y le impiden salir. Para que los represores no se aburran en su monótono trabajo, Rubio les lee “La Edad de Oro” (un libro infantil del Héroe Nacional José Martí) y la Biblia.
A la imposibilidad de movimiento, a Rubio también le han realizado actos de repudio en su comunidad. En un video que envió al Blade, se puede observar una multitud de personas caminando a ritmo de una conga mientras pasan por el frente de su vivienda.
Asimismo, desde los medios oficiales, la dictadura ha lanzado una campaña difamatoria y de descrédito a los integrantes del MSI, presentándolos como mercenarios a sueldo de Estados Unidos.
“Mientras sigamos siendo vigilados, la lucha seguirá en las redes sociales. En mi caso yo no puedo luchar por las redes, pues la Seguridad del Estado me bloqueó mi teléfono y mi línea”, denunció Rubio.
‘Los verdaderos revolucionarios’
La comunidad cubana en el extranjero ha mostrado de diversas formas el apoyo hacia el MSI. Se han convocado manifestaciones frente a sedes diplomáticas de la isla en varias naciones así como en espacios públicos de Washington, Ciudad de México, Madrid y Miami, entre otras.
En esa labor ha estado muy activo Nonardo Perea, un artista queer exiliado en España, que pertenece al MSI desde el 2018. Perea ha puesto su arte en función de denunciar las atrocidades que ha cometido la dictadura cubana en contra de este grupo de activistas independientes así como visibilizar la causa del movimiento a través de las redes sociales.
“En estos momentos se han llevado a cabo manifestaciones en diferentes puntos de la ciudad de Madrid, donde nos hemos ido reuniendo un grupo de cubanos y cubanas que abogan por el cambio en Cuba y a favor del movimiento de San Isidro y de la liberación de Denis Solís”, declaró al Blade. “No dejaremos de hacer acciones para de algún modo crear visibilidad para el gobierno español y la comunidad internacional”.
Para él, el MSI lo ha ayudado a ser más creativo, logrando una transición entre el arte queer y el arte político.
“De algún modo me ha ayudado a evolucionar, a encontrar otras maneras de hacer arte. Luego de formar parte del movimiento y de haber tenido que acudir al exilio, mi vida es otra. De algún modo todo ha cambiado. Ya no puedo ser el mismo de antes. Ahora puedo ver las cosas con más claridad. Ya sé que los que supuestamente eran revolucionarios dejaron de serlo con sus malas acciones contra mi persona. Los verdaderos revolucionarios son estos, los de San Isidro, los otros son esbirros, y está comprobado que pueden hacer con tu vida lo que les dé la gana”.
Perea, quien se considera una persona no binaria, nunca se sintió discriminado por su orientación sexual o identidad de género dentro del grupo. “Luis Manuel y Yanelys Núñez siempre apoyaron mi trabajo, y de algún modo gracias a ellos mi obra tuvo cierta visibilidad al invitarme a la 00Bienal, y debo aclarar que mi obra está cien por ciento enfocada en temas del colectivo LGBTQ. No creo que dentro del movimiento existiese ningún problema con los temas gays, todos estaban y están a favor de la libertad, tanto de expresión como de género”.

También desde España, tres eurodiputados han denunciado el injusto encarcelamiento de Daniel Solís y han manifestado su simpatía con el MSI. Por otra parte, los republicanos y demócratas en Estados Unidos han coincidido pidiendo respeto a las demandas del Movimiento San Isidro.
El Encargado de Negocios de la Embajada de Estados Unidos en La Habana, Timothy Zúñiga-Brown, estuvo atento al llamado del MSI por la justicia económica y los derechos humanos en la isla.
El diplomático les envió un mensaje asegurándoles que “el mundo está mirando, la comunidad internacional reconoce su protesta pacífica”.
Noticias en Español
Doble exclusión, misma dignidad
Personas con discapacidades en América Latina y el Caribe se luchan dos batallas.
En un continente donde los derechos de la comunidad LGBTQ avanzan y retroceden al ritmo de los vientos políticos, hay una realidad que casi nadie nombra: la de quienes, además de pertenecer a esta comunidad, viven con una discapacidad física, motora o sensorial. En ellos convergen dos batallas —la del reconocimiento y la de la accesibilidad— que se libran, la mayoría de las veces, en silencio.
Según el Banco Mundial, más de 85 millones de personas con discapacidad viven en América Latina y el Caribe. Al mismo tiempo, la región alberga algunos de los movimientos LGBTQ más visibles del mundo, aunque persisten graves formas de violencia y exclusión. Sin embargo, los estudios que cruzan ambas realidades son casi inexistentes. Y esa ausencia de datos también es una forma de violencia.
Ser una persona LGBTQ en América Latina todavía implica, en muchos casos, enfrentar el rechazo familiar, la discriminación laboral o la exclusión religiosa. Pero si a eso se suma una discapacidad, las barreras se multiplican. En palabras de un activista brasileño citado por CartaCapital, “cuando entro a una entrevista, me miran primero la silla de ruedas y después descubren que soy gay. Ahí empieza el doble filtro”. Este fenómeno, conocido como doble prejuicio, se refleja tanto fuera como dentro de la propia comunidad LGBTQ. A menudo, la discapacidad sigue siendo invisibilizada incluso en marchas del orgullo o campañas de diversidad, donde predominan imágenes de cuerpos normativos y jóvenes. El capacitismo —esa discriminación basada en la idea de que solo los cuerpos funcionales son válidos— se cuela incluso en los espacios que deberían ser los más inclusivos.
La desexualización de las personas con discapacidad es una de las formas más sutiles de exclusión. El reportaje argentino Sexo, discapacidad y placer, publicado por Distintas Latitudes, expone cómo la sociedad suele negar el derecho al deseo y al amor de quienes viven con alguna limitación física. Cuando además se trata de una persona LGBTQ, la negación se duplica: se les niega el cuerpo, el deseo y, con ello, una parte esencial de su dignidad humana. Como afirma la psicóloga mexicana María L. Aguilar, “la desexualización de las personas con discapacidad es una forma de violencia simbólica. Y cuando se cruza con la diversidad sexual, se convierte en una negación del derecho al placer y a la autonomía”.
El ejemplo más visible de inclusión llega desde el deporte. En los Juegos Paralímpicos de París 2024, al menos 38 atletas LGBTQ participaron, según un informe de Agencia Presentes. Pero la pregunta permanece: ¿cuántas personas LGBTQ con discapacidad fuera del ámbito deportivo logran tener voz, empleo, pareja o acceso a los servicios básicos? En un continente marcado por la desigualdad, la intersección entre orientación sexual, discapacidad, pobreza y género produce una combinación de vulnerabilidades que pocas políticas públicas abordan.
Diversos estudios advierten que las personas LGBTQ en América Latina presentan tasas más altas de depresión y ansiedad que la población general. A su vez, los informes sobre discapacidad en la región señalan altos niveles de aislamiento y falta de apoyo. Pero no existen datos interseccionales que midan cómo se viven estos desafíos cuando ambas realidades se cruzan. En países como Chile, el Observatorio de Discapacidad e Inclusión advierte una alta prevalencia de problemas de salud mental y un acceso insuficiente a servicios especializados. En Estados Unidos, investigaciones del Trevor Project muestran que los jóvenes Latine LGBTQ tienen mayor riesgo de intentos de suicidio cuando enfrentan discriminación múltiple. En América Latina y el Caribe, la ausencia de estadísticas en este campo no solo refleja desinterés: también perpetúa la invisibilidad.
Ni las leyes sobre discapacidad mencionan explícitamente a la población LGBTQ, ni las políticas de diversidad incorporan la variable de discapacidad. Un informe de la International Disability Alliance sobre la región advierte que las personas con discapacidad LGBTQ “enfrentan discriminación múltiple y carecen de protección específica”. Pese a ello, surgen señales de esperanza: en México, el Colectivo de Personas con Discapacidad LGBTQ+ impulsa iniciativas para visibilizar la exclusión doble; en Brasil, la organización Vale PCD desarrolla proyectos de inclusión laboral y cultural; y en el Caribe oriental, el Proyecto LIVITY, de la Eastern Caribbean Alliance for Diversity and Equality (ECADE), fomenta la participación política de personas con discapacidad y de la comunidad LGBTQ.
La verdadera inclusión no se mide por las rampas, ni por los discursos de tolerancia. Se mide por la capacidad de una sociedad para reconocer la dignidad humana en todas sus expresiones, sin lástima, sin morbo, sin condiciones. No se trata de aplaudir historias de superación, sino de garantizar el derecho a una vida plena. Como dijo un líder caribeño citado por ECADE: “La inclusión no es un gesto, es una decisión moral y política”.
Este tema exige una conversación continental. América Latina y el Caribe solo podrán hablar de igualdad real cuando el cuerpo, el deseo y la libertad de las personas LGBTQ con discapacidad sean respetados con la misma fuerza con que se proclama la diversidad. Nombrar lo que aún no se nombra es el primer paso hacia la justicia. Porque lo que no se mide, no se atiende; y lo que no se mira, no existe.
Hace un siglo nació en Cuba una mujer que transformó el mapa sonoro del mundo. Celia Cruz fue más que una cantante: fue una embajadora de la alegría, una voz que rompió muros, y un símbolo de identidad para generaciones enteras que encontraron en su grito de ¡Azúcar! una manera de resistir y de celebrar la vida.
Desde sus inicios en Las Mulatas de Fuego hasta su consagración con La Sonora Matancera, su voz se volvió sinónimo de fiesta, de nostalgia y de dignidad. Con su risa grande y su presencia arrolladora, Celia enseñó que el arte no solo entretiene: sana, consuela y redime. “Mi voz quiere volar, quiere atravesar…” cantaba, y lo hizo. Atravesó océanos, dictaduras, fronteras y lenguas. Voló desde La Habana hasta Nueva York, desde el Caribe hasta los escenarios del mundo entero, llevando consigo el eco de una isla que amó hasta el último suspiro.
En los años 90, cuando la crisis de los balseros desgarraba el corazón de Cuba, Celia regresó a su tierra. Lo hizo cantando en la Base Naval de Guantánamo, suelo cubano bajo control estadounidense. Allí, frente a hombres, mujeres y niños que habían huido del dolor, su voz se alzó como un himno de esperanza. No fue una visita política: fue un regreso espiritual. Fue su manera de besar la tierra que la vio nacer, de cantar por quienes no podían hacerlo y de abrazar a su pueblo con el poder de su música. En ese escenario, cuando pronunció “Por si acaso no regreso…”, el aire se llenó de lágrimas y tambor.
Decir Celia Cruz es hablar de Cuba, incluso cuando Cuba no podía pronunciar su nombre. En cada salsa, guaracha o rumba, vibraba el latido de una patria que vivía en su garganta. Fue nominada a trece Premios Grammy y seis Latin Grammy, de los cuales ganó cinco, y recibió doctorados honoris causa de universidades como Yale y Florida. Pero más allá de los premios, su verdadero reconocimiento fue el amor del pueblo que la hizo inmortal.
Y es que Celia no cantaba solo para divertir: cantaba para levantar el espíritu. “Oh, no hay que llorar, porque la vida es un carnaval…”, nos dejó como legado, recordándonos que el dolor también puede bailarse, que las lágrimas pueden convertirse en tambor, y que mientras exista un poco de música en el alma, habrá esperanza.
El 16 de julio de 2003, Celia se despidió del mundo desde su hogar en Fort Lee, Nueva Jersey, pero su voz no se apagó. Viajó primero a Miami para recibir el homenaje de su gente del exilio y reposa finalmente en el Bronx, donde los suyos le llevan flores y canciones. Sin embargo, la verdad es que nunca se fue: Celia Cruz sigue viviendo en cada fiesta, en cada radio, en cada rincón donde suena una clave y alguien grita ¡Azúcar!
Celia fue más que una reina. Fue un puente entre lo que fuimos y lo que soñamos ser. Nos enseñó que se puede triunfar sin olvidar las raíces, que se puede cantar sin perder la fe, y que la alegría también es una forma de resistencia. Su voz no solo atravesó el tiempo: lo conquistó.
Porque donde hubo Celia, hubo luz. Donde hubo Celia, hubo vida. Y mientras el mundo siga bailando al compás de su “carnaval”, la Reina seguirá reinando… por siempre.
El Salvador
Discriminación transfóbica en la BIANES de El Salvador
Mujer trans denuncia agresión por parte del personal de seguridad
La Biblioteca Nacional de El Salvador (BINAES), considerada un símbolo del desarrollo cultural y tecnológico del país, se ha visto envuelta en una denuncia de discriminación que pone en el centro del debate los derechos humanos de las personas trans en el país.
Daniela Alfaro, activista independiente y estudiante de la Universidad de El Salvador, asegura haber sido víctima de un acto de violencia verbal y discriminación el 13 de octubre, cuando el personal de seguridad de la institución le prohibió el uso del baño de mujeres, a pesar de que —según relata— lo ha utilizado en múltiples ocasiones sin inconvenientes.
“Un vigilante me dijo que yo tenía que entrar al baño de hombres y decidí decirle que quería hablar con el jefe. Llegó tanto el jefe de la BINAES como el jefe de seguridad, y ambos se pusieron a estarme humillando por mi condición de mujer trans”, declaró Alfaro al medio Washington Blade.
Según su testimonio, los encargados le argumentaron que “no existe ninguna ley que les obligue a respetar” su identidad de género. Además, le advirtieron que, si insistía en usar el baño de mujeres, podría ser detenida.
“Me dijeron que había una orden desde arriba que nos prohibía a nosotras ingresar a los baños de mujeres. Entonces me amenazaron que si volvía y no usaba los baños de hombres me iban a llevar detenida”, añadió.
El incidente, ocurrido en un espacio público de carácter nacional, expone la falta de garantías legales hacia la población LGBTQ y evidencia cómo la ausencia de una Ley de Identidad de Género continúa vulnerando la dignidad y los derechos fundamentales de las personas trans en El Salvador.
Una denuncia por dignidad y derechos humanos
Tras el suceso, Alfaro presentó una denuncia formal ante la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos (PDDH), en la que relata con detalle los hechos acontecidos y solicita la intervención del Estado para garantizar su derecho a la igualdad y a la no discriminación.
En su denuncia, Alfaro escribió:
“El señor Iván Baires (Coordinador de Servicios de Información) ratificó que yo tengo que utilizar el baño de hombres, menospreciando en todo momento mi identidad y expresión de género ya que dijo que ellos no están en la obligación de respetar tratados internacionales como la Declaración Universal de los Derechos Humanos que El Salvador firmó, comprometiéndose en el trato digno de sus ciudadanos”, relató.
Alfaro le explicó a las autoridades de la biblioteca que estas acciones ponían en riesgo su integridad y su imagen, ya que los prejuicios sociales pueden provocar malentendidos o incluso agresiones físicas y sexuales. Sin embargo, la respuesta fue aún más hostil.
La activista denuncia que en ese momento fue rodeada por aproximadamente diez personas, quienes la intimidaron “como si fuera una delincuente”, solo por ejercer su derecho al uso de los espacios públicos.
Una biblioteca moderna con prácticas excluyentes
La BINAES fue inaugurada en noviembre de 2023 como parte del megaproyecto impulsado por el gobierno salvadoreño con apoyo de la Embajada de China. Con modernas instalaciones, espacios de estudio, zonas tecnológicas y acceso a internet gratuito, el proyecto fue presentado como un ejemplo del desarrollo cultural y educativo del país.
Sin embargo, Alfaro denuncia que ese mismo espacio que promueve la inclusión tecnológica, reproduce prácticas de exclusión social.
“La Biblioteca Nacional de El Salvador es una donación de la Embajada China para nosotros los salvadoreños, pero los dueños actuales generan mucho maltrato a las personas transgénero”, expone en su denuncia.
Daniela explica que asiste frecuentemente a la biblioteca para utilizar las computadoras, ya que no cuenta con una propia y las necesita para redactar su tesis universitaria, requisito indispensable para su graduación en la Universidad de El Salvador.
“Actualmente no tengo los recursos para tener una computadora en mi casa, por ello asisto a la BINAES para elaborar mi trabajo de tesis y poder graduarme. Este trato hostil y denigrante me lleva a abandonar las oportunidades que me permitan crecer y desarrollarme plenamente.”
El acceso a espacios públicos sin discriminación forma parte del derecho universal a la educación, la cultura y la libertad de expresión. Sin embargo, en El Salvador, este derecho parece condicionado por la identidad de género.
“La discriminación y un trato injusto son barreras a mi derecho a ser tratada con respeto y dignidad, y poder acceder a los servicios públicos sin temor a ser discriminada”, enfatiza Alfaro.
Daniela solicita que las autoridades competentes tomen medidas inmediatas para restituir sus derechos como ciudadana salvadoreña, y advierte que la amenaza de ser encarcelada por ejercer su identidad en espacios públicos representa una forma grave de persecución.
“Sin duda, esto es una persecución desde la imposición y la coacción, lo cual repercute gravemente en mi salud física y mental”, escribió en su denuncia.
Violencia institucional y miedo cotidiano
El caso de Alfaro no es aislado.
Las personas trans en El Salvador enfrentan un contexto de violencia estructural y estigmatización que atraviesa la vida cotidiana, desde el acceso a la educación y el empleo, hasta la atención en salud y el uso de espacios públicos.
“Una vez, en el Centro Histórico, un agente de la Policía Nacional Civil solo por estar sentada en un parque me dijo que en este gobierno no se está respetando a las personas LGBT y me tiró mis pertenencias al piso”, relata Alfaro, recordando otro episodio de agresión.
Este tipo de acciones, según organizaciones defensoras de derechos humanos, constituyen una forma de violencia institucional, donde agentes del Estado o personal de instituciones públicas refuerzan prejuicios que vulneran los derechos fundamentales.
El Salvador, a diferencia de otros países de la región, no cuenta con una Ley de Identidad de Género ni con políticas públicas específicas que protejan a la población trans. La ausencia de marcos legales y la falta de reconocimiento administrativo de la identidad autopercibida agravan la vulnerabilidad de este grupo.
Según Alfaro y activistas consultados, existe un clima de impunidad y desinterés gubernamental frente a estos hechos. “La violencia institucional no solo nos quita derechos, también nos quita esperanza”, reflexionó la joven.
Una deuda pendiente: la Ley de Identidad de Género
En 2022, la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia emitió una resolución en la que ordenaba a la Asamblea Legislativa legislar sobre una Ley de Identidad de Género, que permita a las personas trans adecuar su nombre y género en los documentos legales de acuerdo con su identidad autopercibida.
Sin embargo, a la fecha, el gobierno de Nayib Bukele y la actual Asamblea —con mayoría oficialista— no han avanzado en la discusión ni en la aprobación de dicha ley.
Para las organizaciones que acompañan a la población trans, esta omisión es una forma de violencia estructural. “El Estado salvadoreño sigue sin reconocer nuestra existencia jurídica. No tener documentos que reflejen quiénes somos nos expone a humillaciones, exclusión laboral y vulneraciones constantes”, explicó un representante de la organización Comcavis Trans en declaraciones recientes.
La Ley de Identidad de Género no solo busca el reconocimiento nominal, sino también garantizar el acceso a servicios básicos, educación, salud y empleo sin discriminación. En la práctica, la falta de esta ley permite que situaciones como la ocurrida en la BINAES se repitan con frecuencia, sin mecanismos de reparación efectivos.
La invisibilidad legal se traduce en exclusión social. Al no contar con documentos que correspondan a su identidad, las personas trans enfrentan obstáculos para inscribirse en universidades, obtener empleo o incluso acceder a atención médica sin ser expuestas o ridiculizadas.
Un país que sigue vulnerando derechos
La situación de Alfaro pone rostro a una realidad más amplia: la falta de garantías para vivir con dignidad siendo una persona trans en El Salvador. Su testimonio refleja cómo la discriminación no siempre se manifiesta con violencia física, sino también con gestos institucionales de exclusión, humillación y negación de derechos.
A pesar de los compromisos internacionales asumidos por el Estado salvadoreño —como la Declaración Universal de los Derechos Humanos y los Principios de Yogyakarta, que reconocen la identidad de género como parte de la dignidad humana—, las políticas nacionales siguen sin incorporar una visión inclusiva y de respeto hacia la diversidad.
Organismos internacionales como la ONU y la CIDH han advertido que la discriminación basada en identidad de género constituye una forma de violencia que puede derivar en daños psicológicos, pérdida de oportunidades y, en los casos más extremos, crímenes de odio.
En ese contexto, el caso de Alfaro no solo evidencia un acto de discriminación individual, sino también un síntoma de un problema estructural.
“Es triste que en un lugar donde uno va a estudiar, a prepararse y superarse, te humillen por ser quien sos. No pedimos privilegios, solo respeto”, expresó Daniela con tono de frustración.
El retroceso académico tras la censura del lenguaje inclusivo
El caso de Alfaro también puede entenderse dentro de un contexto más amplio: el retroceso institucional que ha comenzado a experimentarse en el sistema educativo salvadoreño tras la reciente disposición gubernamental de prohibir el uso del lenguaje inclusivo en todos los niveles de enseñanza.
Aunque la medida fue presentada por el Ministerio de Educación como una forma de “mantener la pureza del idioma”, especialistas en derechos humanos advierten que esta decisión envía un mensaje de exclusión hacia las personas LGBTQ, especialmente hacia estudiantes y docentes que trabajan por ambientes más respetuosos y diversos.
En la práctica, la censura del lenguaje inclusivo puede profundizar el miedo a hablar sobre temas de género y diversidad en el ámbito académico, limitando la libertad de expresión y el derecho a la educación inclusiva. “Cuando se prohíben palabras, se prohíben existencias”, expresó una docente universitaria consultada, aludiendo a que el lenguaje no solo comunica, sino que reconoce identidades y realidades sociales.
Para jóvenes como Alfaro, que viven en carne propia la discriminación en espacios públicos, esta política representa un nuevo obstáculo en su formación profesional. La falta de apertura institucional no solo afecta la seguridad física de las personas trans, sino también su desarrollo académico y su posibilidad de proyectarse en igualdad de condiciones.
Una lucha por existir y ser reconocida
La historia de Alfaro es la de muchas personas trans en El Salvador que, pese a los avances sociales, continúan enfrentando un sistema que las invisibiliza y excluye. Su denuncia ante la PDDH representa un acto de valentía, pero también de desesperación frente a un Estado que no reconoce plenamente su humanidad.
Mientras no exista una Ley de Identidad de Género ni políticas que garanticen el respeto a la diversidad, las personas trans seguirán expuestas a humillaciones, amenazas y exclusión institucional.
El incidente en la BINAES no debería verse como un hecho aislado, sino como un recordatorio urgente de que la igualdad y la dignidad deben ser una realidad vivida, no solo un discurso.
El Salvador, país que se precia de ser “el país de la libertad y la fe”, sigue en deuda con quienes, como Alfarpo, buscan simplemente estudiar, trabajar y vivir sin miedo.
La justicia y la igualdad no deberían depender de una “orden desde arriba”, sino del reconocimiento de que toda persona —sin importar su identidad o expresión de género— merece respeto, dignidad y la oportunidad de construir su vida plenamente.
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