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Delitos de odio en Ecuador: sin sentencias, protocolos y la eterna incógnita de cómo juzgarlos

La ley y el Código Penal incluyen las personas LGBTQ

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(Ilustración de Diana Romero por Edición Cientonce)

Edición Cientonce es el socio mediático del Washington Blade en Ecuador. Esta nota salió en su sitio web el 12 de octubre.

Por Óscar Molina V.

Domingo, noche, mediados de enero de 2022.

Ronny (nombre protegido) estaba en una parada de bus entre las calles 38 y Portete, en el sur de Guayaquil. Llevaba 25 minutos esperando y, como no pasaba ningún bus, decidió caminar a la casa de su amigo en el barrio Los Ceibos. Era un camino conocido. Nunca le había pasado nada.

Ronny –drag queen, cantante, 23 años– iba distraído, contestando un mensaje. Levantó la vista un rato, vio la rampa del puente Portete que iba a cruzar y empezó a subirlas concentrado en el teléfono. De pronto, de la oscuridad, salieron dos hombres. Lo agarraron de los brazos y lo arrastraron a un zaguán. 

–Había ropa rasgada, colchones rotos, preservativos. Pensé que iba a ser un robo diminuto, pero cuando me arrastraron allá me imaginé que me iban a violar.

Mientras uno lo retenía, el otro le quitaba el celular, el short, el boxer, los zapatos. Ronny se quedó solo en camiseta. Tres hombres más aparecieron. Ronny quiso gritar, pero le taparon la boca. Lo ahorcaron.

–Y me empezaron a decir: ¿Te gustan los hombres, maricón? ¿Te gustan? Aquí tienes cinco. 

Ronny no podía respirar. Con sus últimas fuerzas, le arañó la cara a quien lo retenía. Los agresores se fueron: se asustaron. 

–Eran jovencitos, de esos manes que recién comienzan. Al verme, asimilaron que era gay, débil, y que me iba a dejar nomás. Me atacaron con más saña por mi condición.

Desnudo y descalzo, Ronny fue hasta una gasolinera para pedir ayuda. No le hicieron caso. Una señora lo vio, le dio una pantaloneta y le prestó el teléfono para que llamara a la Policía. Cuando llegaron, los policías le dijeron que no podían hacer nada porque no había una denuncia.

Al día siguiente, Ronny fue a una de las delegaciones de la Fiscalía en Guayaquil. Se puso al final de la fila: había unas 30 personas delante suyo. Esperó 40 minutos y, cansado, se fue. 

–Igual no creo que hubiera servido de nada quedarme y denunciar, porque ni investigan. 

Ronny dice que tampoco sabía que podía haber denunciado lo que le pasó como un delito de discriminación o de odio. No sabía, ni siquiera, que esos delitos existen en Ecuador. 

***

Los delitos de odio se incluyeron en la legislación ecuatoriana en 2009, en la Ley Reformatoria al Código de Procedimiento Penal y al Código Penal, que mencionaba “cualquier forma de violencia moral o física contra una o más personas” a causa de su “orientación sexual o identidad sexual” (sic). 

Actualmente, el Código Órganico Integral Penal (COIP), aprobado en 2014, tipifica el delito de odio. El artículo 177 define los “actos de odio” como cualquier acto “de violencia física o psicológica  de odio” por razones de etnia, edad, “sexo, identidad de género y orientación sexual”, entre otros. La sanción para este delito es de uno a tres años de prisión. 

Si la violencia mata a la persona, la pena es de 22 a 26 años. 

En el COIP de 2014 también se incluyó el delito de discriminación en el artículo 176. En este caso, la persona que propague, practique o incite distinción, restricción, exclusión o preferencia por, entre otros motivos, identidad de género u orientación sexual, “será sancionada con pena privativa de libertad de uno a tres años”.

Juana Fernández, experta en género de la Fiscalía General de Estado, ejemplifica cada delito:

– Un delito de discriminación, por ejemplo, es si llego a un establecimiento de salud, soy una mujer lesbiana, pido atención gineco-obstétrica e indico que tengo relaciones sexuales con mi pareja, y el médico se asusta y me dice que no atiende a mujeres lesbianas. Está ejerciendo un acto de exclusión de mi derecho a la salud por mi orientación sexual, mi identidad y mi proyecto de vida. Si fuese un delito de odio, puede ser que, en esa revisión, el médico me empuja y me lastima con el aparato que usa para revisar mis órganos genitales. 

El caso de Siri Daniela Aconcha, una mujer trans migrante de 22 años, configuraría un delito de discriminación. En abril de 2022, en una consulta en el hospital público Eugenio Espejo, en Quito, le fue negado su derecho a la salud. Aconcha denunció que el médico que la atendió le dijo que la transexualidad “es un trastorno” y amenazó con borrar sus datos del sistema. 

Las implicaciones y consecuencias de los delitos de discriminación y de odio son claras. Pero la aplicación específica del delito de odio aún es un terreno movedizo.

Tesis y artículos que lo analizan coinciden en que la “subjetividad” de este delito es problemática. Abogados y jueces –indican estos análisis– tendrían dificultades para probarlo y juzgarlo como tal, pues se basa “en un elemento meramente subjetivo” como los sentimientos, “específicamente el odio”.  

En un artículo de 2013 al respecto, Vicente Robalino Villafuerte (+), entonces juez de la Corte Nacional de Justicia, concluye que, incluso, “resulta peligroso cuando las emociones son objeto de norma y no los bienes jurídicos aportados por la carta constitucional, dejando así a la administración de justicia en un debate de emociones y no de conceptos jurídicos”.

***

–No es difícil investigar un delito de odio si se tienen los elementos probatorios y las experticias periciales para hacerlo.

Lo dice Christian Paula, abogado, docente de la Universidad Central del Ecuador y miembro de Fundación Pakta. Paula reconoce la subjetividad de este delito y explica que ésta se refiere al móvil o al motivo que lo provoca.

–Lo que hay que entender es que hay un prejuicio subjetivo instalado en la persona agresora. La Fiscalía y los abogados de la acusación particular, entonces, deben tener la argucia para recaudar material probatorio coyuntural y psicológico del móvil del agresor. 

Para eso, agrega, se debería hacer una pericia psicológica, otra de contexto –para saber cómo fue criada esa persona, su historia– y una de contexto de género, para identificar los prejuicios del agresor. 

–Pero el problema –opina Paula– es que hay una deficiencia muy fuerte en servicios periciales en Ecuador. 

Paula dice, además, que el artículo 81 de la Constitución establece la creación de “procedimientos especiales y expeditos para el juzgamiento y sanción” de  delitos de violencia intrafamiliar, sexual, y crímenes de odio. Para los últimos, menciona los delitos contras niñas, niños, adolescentes y, entre otros, a “personas que, por sus particularidades, requieren una mayor protección”. 

Incluso, según el mismo artículo, “se nombrarán fiscales y defensoras o defensores especializados para el tratamiento de estas causas, de acuerdo a la Ley”.

En 2014, un grupo de mujeres presentó una acción de inconstitucionalidad por omisión ante la Corte Constitucional debido a que la Asamblea no había creado dichos procedimientos. La Corte falló a favor. 

–Pero la reforma para crear los procedimientos especiales y expeditos –dice Paula– recién se hizo en 2019. Y se colocó solo para los delitos de violencia psicológica contra las mujeres, y no desarrollaron los procedimientos especiales y expeditos penales para los delitos de odio (contra personas LGBTIQ+). Entonces la Asamblea sigue incumpliendo esta sentencia de la Corte Constitucional y el mandato de la Constitución.

Pedro Gutiérrez Guevara, abogade investigadore de Kuska Estudio Jurídico, considera por su parte que es complicado “regular” el odio. 

–Sobre todo porque eso, hoy en día, nos pone en una tensión con lo que significaría patologizar a las personas agresoras o perpetradoras (…) Porque a veces con el odio, y con la patología, lo que sucede es que hay una institución que debe encargarse de eso, hay un profesional o una ciencia que tiene que encargarse de eso, porque es básicamente como una enfermedad que alguien tiene. 

De ahí que Gutiérrez propone dejar de hablar de odio para hablar de violencia por prejuicios, pues éstos son generados por distintos sectores de la sociedad.  

“Resulta problemático que el delito de odio en su redacción no prevea un elemento social/cultural que deba ser investigado, ya que los prejuicios no son construcciones aisladas, son sociales y funcionan en imaginarios colectivos”, escribe Guitiérrez en un artículo titulado (Re)pensar el delito de odio en Ecuador a partir de la muerte violenta de Javier Slater Viteri Alburqueque, incluido en un boletín dedicado al análisis jurídico, social y mediático de este caso de una muerte violenta de un joven homosexual en Arenillas, provincia de El Oro.

–En la violencia por prejuicio –añade– también podemos disputarle cosas al Estado. Porque aunque los prejuicios los generan distintos sectores de la sociedad, quien debería combatirlos, principalmente, es el Estado. 

Para Gutiérrez, además, es necesaria una autocrítica frente al “discurso punitivista” que ve en el encarcelamiento “sin privilegios” una forma de castigo justa. Ese “reformismo penal que legitiman ciertos activismos LGBTIQ+”, escribe Gutiérrez en su artículo, “lo que permite es que ‘las malas personas’ terminan sobreviviendo en un sistema carcelario fallido”. 

***

Stella Zonin Massi, abogada especialista en derechos humanos y género, dice que los prejuicios y la falta de perspectiva de género de los operadores de justicia también inciden directamente en esta problemática. 

Zonin Massi investigó la dificultad de sancionar penalmente los delitos de odio hacia la comunidad LGBTIQ+ en Ecuador. En 2020 –dice– encuestó por su cuenta a 72 empleados judiciales a escala nacional –entre jueces penales, fiscales, secretarixs, asistentes– y entrevistó a tres autoridades.

–Y la conclusión –dice Zonin Massi– fue que no tienen claro cuál es el protocolo para investigar un delito de odio porque es muy “subjetivo”. Algunxs incluso decían que no saben la diferencia entre orientación sexual e identidad de género. Lo común, entonces, es que, por facilidad, apliquen un delito más utilizado, como el asesinato. 

Paula concuerda con lo de dicha “facilidad” y agrega que otro problema es que, al momento de poner la denuncia, la víctima no puede indicar en los formularios cuál es su orientación sexual o su identidad de género. 

Juana Fernández, experta en género de la Fiscalía, reconoce la falta de esas categorías en los formularios.

–Hemos implementado una reingeniería en el SIAF (Sistema Integrado de Actuaciones Fiscales) que contempla diferentes categorías de género y sus subcategorías, para mejorar esa data estadística de los casos y de las múltiples vulnerabilidades que atraviesan a una víctima. Por ejemplo, si es mujer, afrodesciente, lesbiana, etc. La idea es tenerlo listo a finales de año o a inicios del año que viene. 

–¿Hace falta, sin embargo, más sensibilización para los operadores de justicia sobre este tema?

–Por supuesto, siempre digo que, para la mejora contínua, hay que partir desde el reconocimiento legítimo de que nos falta mucho por hacer. No invisibilizar ese reto y ese desafío (…). Tenemos también la dirección de Capacitación y Fortalecimiento Misional. Ellos están trabajando en programas de sensibilización frente al manejo y abordaje de casos con grupos históricamente vulnerados.  

Guido Quezada, director de Capacitación y Fortalecimiento Misional de la Fiscalía, indicó a través de correo electrónico que 78 servidores de la Fiscalía “aprobaron” el curso virtual Transversalización del Enfoque de Género en el sector público y privado, organizado por el Ministerio de Trabajo en junio de 2021.

En junio de 2022, la misma dirección, según Quezada, “coordinó” la participación de 40 servidores públicos en el curso virtual Desde adentro: Juntxs contra las violencias y discriminación por orientación sexual, identidad de género y/o canon corporal, organizado por la Secretaría de Derechos Humanos.

Quezada añadió que la dirección tiene planificado ejecutar otro “módulo” titulado Violencia de Género – Eje temático sobre la comunidad LGBTIQ, dirigido a fiscales, secretarios, asistente de fiscal personal de la Unidad de Atención en Peritaje Integral (UAPI) y servidores de Direcciones de las provincias de Azuay, Guayas, Galápagos, Pichincha y Manabí” (sic).

***

Desde 2014 hasta mediados de junio de 2022 (mes en que se pidió la  información), la Fiscalía registraba 2.708 actos de odio en fase pre procesal y procesal penal (es decir, la etapa de investigación con víctimas, testigos, etc., y la etapa acusatoria, de defensa y de emisión de una sentencia). Al preguntar cuántos de esos actos de odio correspondían a casos de personas de la comunidad LGBTIQ+, la Fiscalía respondió por correo electrónico: “la variable de LGBTIQ+ no se refleja en nuestro sistema” (sic).

Y aclaró que, en la información enviada, el tipo penal actos de odio está “desagregado en forma general como “Genero”, que es lo que refleja nuestro sistema” (sic). 

Entre 2014 y mediados de junio de 2022, la Fiscalía registró 142 “Actos de odio (violencia de género)” en fase pre procesal y procesal penal.

***

Christian Paula, de Fundación Pakta, menciona al “caso Arce” como una sentencia ejemplar en la que, hasta ahora, se ha aplicado “de manera eficiente” el delito de odio. Este, de acuerdo con la Defensoría del Pueblo, es el primer caso de delito de odio racial sentenciado en el país.

Michael Arce entró a la Escuela Superior Militar Eloy Alfaro (ESMIL), en Quito, en 2011. Durante el reclutamiento, según la Fiscalía, fue “afectado física y psicológicamente por ser afroecuatoriano” por el teniente Fernando Encalada, su instructor.

Arce se retiró de la ESMIL por los maltratos y Encalada fue sentenciado a una pena de “cinco meses y veinticuatro días de prisión correccional”, como indica la sentencia, que incluyó también disculpas públicas.  

Stella Zonin Massi, en cambio, nombra el caso de Javier Viteri como el primero hacia una persona de la comunidad LGBTIQ+ que podría y debería haber sido sentenciado como un delito de odio.

– Ese caso es claro. Ahí hubo saña. No le das 89 puñaladas a una persona solo porque sí. El delito principal era el odio. El militar que mató a Javier estaba motivado por el odio.

***

Javier Viteri era un chico homosexual de 22 años que vivía en la ciudad de Arenillas, provincia de El Oro. Trabajaba de ayudante en un consultorio odontológico: quería ser médico. El 27 de mayo de 2020, Viteri chateó por el servicio Messenger de Facebook con Hilmar Corozo, de 19 años, conscripto de las Fuerzas Armadas. Lo hizo 10 horas antes del encuentro por la noche. 

Corozo fue a la casa de Javier y, 25 minutos después, salió corriendo de ahí, según recoge diario Extra. Cuando los amigos de Viteri entraron a su departamento –donde habían estado unos minutos antes–, lo encontraron muerto. Corozo lo había apuñalado en el cuello, la espalda, el abdomen y el tórax.

–Dentro la instrucción fiscal aparecían elementos que de, alguna u otra manera, hacían entender que estamos hablando de un delito de odio– dice Michael García Jaramillo, abogado de la familia Viteri.

– ¿Qué elementos? 

– El chat que mantuvieron antes de lo ocurrido. Estamos hablando de dos personas de sexo masculino que tienen una conversación un poco más profunda, en el sentido de lo que podría llamarse algún tipo de relación. Otro elemento de convicción es que suben al departamento solo dos personas. Y la modalidad, el modus operandi: matar a una persona con cerca de 99 puñaladas. Pero, bueno, esas son potestades única y exclusivamente de Fiscalía.

El 9 de junio de 2020, la Defensoría del Pueblo emitió un comunicado en el que instó, sobre todo a la Fiscalía, a que se investigara el caso de Javier Viteri como un delito de odio. 

La Defensoría del Pueblo, en el pronunciamiento, “deplora el posible cometimiento de un delito de odio, omitido por el fiscal a cargo, quien, según el reporte de medios de comunicación públicos y privados, habría formulado su acusación por el presunto delito de robo con resultado de muerte, mientras el juez de turno ordenó la investigación por el delito de asesinato”.

Tres días después, el 12 de junio, la Alianza por los Derechos Humanos Ecuador, conformada por cerca de 30 organizaciones, emitió una alerta en la que señaló que la muerte de Viteri “configura un delito de odio y debe ser investigado de forma exhaustiva”.

Luego de un año, un mes y 10 días de la muerte de Viteri, como indicó le abogade Pedro Gutiérrez en Twitter, Corozo recibió una condena de 34 años y 8 meses por el delito de asesinato. La compensación para la familia, además, se fijó en 50 mil dólares.

–¿Habría sido importante que se lo formulara como un delito de odio?

–Lo que mis clientes buscaban, los papás del hoy occiso, era justicia. Y si me preguntas a mí como abogado, pues, la justicia llegó, llegó. Más allá de que se haya imputado por A o B motivo– dice Michael García Jarramillo, abogado de la familia Viteri.

Juana Fernández, experta en género de la Fiscalía, acota:

–La valoración de la prueba no le corresponde a la Fiscalía, sino le corresponde al juez. Y quien efectivamente sanciona es el juez (…). Desde la dirección de Derechos Humanos emitimos un informe pormenorizado de estándares internacionales de derechos humanos a favor de que se tipifique por delito de odio. Sin perjuicio de ello, a pesar de reunir todos los elementos, el juez, al valorar la prueba, consideró que se debía sancionar por asesinato. 

***

–Es lamentable (lo ocurrido con el caso Javier Viteri), porque si bien estamos luchando por leyes, reconocimientos, tipificaciones, condenas, etc., lamentablemente estas se enmarcan alejadas del marco que tiene que ver con respecto a las poblaciones LGBTI.

Es la opinión de Diane Rodríguez, directora de la Asociación Silueta X, y directora nacional de la Federación Ecuatoriana de Organizaciones LGBTI. Silueta X ha recogido información sobre asesinatos desde 2013 y elabora el infome Runa Sipiy sobre “asesinatos, muertes violentas, no esclarecidas, muertes sospechosas de criminalidad, intentos de asesinatos, secuestros y torturas” de personas de la diversidad sexo genérica. 

En 2021, según este informe, hubo 15 asesinatos a personas LGBTIQ+: 10 corresponden a mujeres trans y 5 a hombres homosexuales. 

Hasta junio de 2022, dice Rodríguez, ya se registraban 16, y es probable que, hasta fin de año, se dupliquen.

– ¿Puede haber, entonces, un subregistro de delitos de odio hacia la población LGBTIQ+?

Rodríguez responde:

– O sea, no vamos a negar que, si matan a una persona de la diversidad, de repente no tiene que ver con que quien mata odia a personas gays, lesbianas, bisexuales o trans (…). El problema es que no se investigan los casos. El ecuatoriano común, en este momento, está viviendo lo que hemos vivido las personas LGBT desde hace años: te matan y nadie va preso. Esto nosotros lo hemos experimentado siempre. 

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Noticias en Español

Doble exclusión, misma dignidad

Personas con discapacidades en América Latina y el Caribe se luchan dos batallas.

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El Ángel de la Independencia en la Ciudad de México (Foto de Michael K. Lavers por el Washington Blade)

En un continente donde los derechos de la comunidad LGBTQ avanzan y retroceden al ritmo de los vientos políticos, hay una realidad que casi nadie nombra: la de quienes, además de pertenecer a esta comunidad, viven con una discapacidad física, motora o sensorial. En ellos convergen dos batallas —la del reconocimiento y la de la accesibilidad— que se libran, la mayoría de las veces, en silencio.

Según el Banco Mundial, más de 85 millones de personas con discapacidad viven en América Latina y el Caribe. Al mismo tiempo, la región alberga algunos de los movimientos LGBTQ más visibles del mundo, aunque persisten graves formas de violencia y exclusión. Sin embargo, los estudios que cruzan ambas realidades son casi inexistentes. Y esa ausencia de datos también es una forma de violencia.

Ser una persona LGBTQ en América Latina todavía implica, en muchos casos, enfrentar el rechazo familiar, la discriminación laboral o la exclusión religiosa. Pero si a eso se suma una discapacidad, las barreras se multiplican. En palabras de un activista brasileño citado por CartaCapital, “cuando entro a una entrevista, me miran primero la silla de ruedas y después descubren que soy gay. Ahí empieza el doble filtro”. Este fenómeno, conocido como doble prejuicio, se refleja tanto fuera como dentro de la propia comunidad LGBTQ. A menudo, la discapacidad sigue siendo invisibilizada incluso en marchas del orgullo o campañas de diversidad, donde predominan imágenes de cuerpos normativos y jóvenes. El capacitismo —esa discriminación basada en la idea de que solo los cuerpos funcionales son válidos— se cuela incluso en los espacios que deberían ser los más inclusivos.

La desexualización de las personas con discapacidad es una de las formas más sutiles de exclusión. El reportaje argentino Sexo, discapacidad y placer, publicado por Distintas Latitudes, expone cómo la sociedad suele negar el derecho al deseo y al amor de quienes viven con alguna limitación física. Cuando además se trata de una persona LGBTQ, la negación se duplica: se les niega el cuerpo, el deseo y, con ello, una parte esencial de su dignidad humana. Como afirma la psicóloga mexicana María L. Aguilar, “la desexualización de las personas con discapacidad es una forma de violencia simbólica. Y cuando se cruza con la diversidad sexual, se convierte en una negación del derecho al placer y a la autonomía”.

El ejemplo más visible de inclusión llega desde el deporte. En los Juegos Paralímpicos de París 2024, al menos 38 atletas LGBTQ participaron, según un informe de Agencia Presentes. Pero la pregunta permanece: ¿cuántas personas LGBTQ con discapacidad fuera del ámbito deportivo logran tener voz, empleo, pareja o acceso a los servicios básicos? En un continente marcado por la desigualdad, la intersección entre orientación sexual, discapacidad, pobreza y género produce una combinación de vulnerabilidades que pocas políticas públicas abordan.

Diversos estudios advierten que las personas LGBTQ en América Latina presentan tasas más altas de depresión y ansiedad que la población general. A su vez, los informes sobre discapacidad en la región señalan altos niveles de aislamiento y falta de apoyo. Pero no existen datos interseccionales que midan cómo se viven estos desafíos cuando ambas realidades se cruzan. En países como Chile, el Observatorio de Discapacidad e Inclusión advierte una alta prevalencia de problemas de salud mental y un acceso insuficiente a servicios especializados. En Estados Unidos, investigaciones del Trevor Project muestran que los jóvenes Latine LGBTQ tienen mayor riesgo de intentos de suicidio cuando enfrentan discriminación múltiple. En América Latina y el Caribe, la ausencia de estadísticas en este campo no solo refleja desinterés: también perpetúa la invisibilidad.

Ni las leyes sobre discapacidad mencionan explícitamente a la población LGBTQ, ni las políticas de diversidad incorporan la variable de discapacidad. Un informe de la International Disability Alliance sobre la región advierte que las personas con discapacidad LGBTQ “enfrentan discriminación múltiple y carecen de protección específica”. Pese a ello, surgen señales de esperanza: en México, el Colectivo de Personas con Discapacidad LGBTQ+ impulsa iniciativas para visibilizar la exclusión doble; en Brasil, la organización Vale PCD desarrolla proyectos de inclusión laboral y cultural; y en el Caribe oriental, el Proyecto LIVITY, de la Eastern Caribbean Alliance for Diversity and Equality (ECADE), fomenta la participación política de personas con discapacidad y de la comunidad LGBTQ.

La verdadera inclusión no se mide por las rampas, ni por los discursos de tolerancia. Se mide por la capacidad de una sociedad para reconocer la dignidad humana en todas sus expresiones, sin lástima, sin morbo, sin condiciones. No se trata de aplaudir historias de superación, sino de garantizar el derecho a una vida plena. Como dijo un líder caribeño citado por ECADE: “La inclusión no es un gesto, es una decisión moral y política”.

Este tema exige una conversación continental. América Latina y el Caribe solo podrán hablar de igualdad real cuando el cuerpo, el deseo y la libertad de las personas LGBTQ con discapacidad sean respetados con la misma fuerza con que se proclama la diversidad. Nombrar lo que aún no se nombra es el primer paso hacia la justicia. Porque lo que no se mide, no se atiende; y lo que no se mira, no existe.

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Cuba

Celia Cruz, la eterna reina del azúcar

La Guarachera de Cuba fue más que una cantante

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Celia Cruz (Foto pública)

Hace un siglo nació en Cuba una mujer que transformó el mapa sonoro del mundo. Celia Cruz fue más que una cantante: fue una embajadora de la alegría, una voz que rompió muros, y un símbolo de identidad para generaciones enteras que encontraron en su grito de ¡Azúcar! una manera de resistir y de celebrar la vida.

Desde sus inicios en Las Mulatas de Fuego hasta su consagración con La Sonora Matancera, su voz se volvió sinónimo de fiesta, de nostalgia y de dignidad. Con su risa grande y su presencia arrolladora, Celia enseñó que el arte no solo entretiene: sana, consuela y redime. “Mi voz quiere volar, quiere atravesar…” cantaba, y lo hizo. Atravesó océanos, dictaduras, fronteras y lenguas. Voló desde La Habana hasta Nueva York, desde el Caribe hasta los escenarios del mundo entero, llevando consigo el eco de una isla que amó hasta el último suspiro.

En los años 90, cuando la crisis de los balseros desgarraba el corazón de Cuba, Celia regresó a su tierra. Lo hizo cantando en la Base Naval de Guantánamo, suelo cubano bajo control estadounidense. Allí, frente a hombres, mujeres y niños que habían huido del dolor, su voz se alzó como un himno de esperanza. No fue una visita política: fue un regreso espiritual. Fue su manera de besar la tierra que la vio nacer, de cantar por quienes no podían hacerlo y de abrazar a su pueblo con el poder de su música. En ese escenario, cuando pronunció “Por si acaso no regreso…”, el aire se llenó de lágrimas y tambor.

Decir Celia Cruz es hablar de Cuba, incluso cuando Cuba no podía pronunciar su nombre. En cada salsa, guaracha o rumba, vibraba el latido de una patria que vivía en su garganta. Fue nominada a trece Premios Grammy y seis Latin Grammy, de los cuales ganó cinco, y recibió doctorados honoris causa de universidades como Yale y Florida. Pero más allá de los premios, su verdadero reconocimiento fue el amor del pueblo que la hizo inmortal.

Y es que Celia no cantaba solo para divertir: cantaba para levantar el espíritu. “Oh, no hay que llorar, porque la vida es un carnaval…”, nos dejó como legado, recordándonos que el dolor también puede bailarse, que las lágrimas pueden convertirse en tambor, y que mientras exista un poco de música en el alma, habrá esperanza.

El 16 de julio de 2003, Celia se despidió del mundo desde su hogar en Fort Lee, Nueva Jersey, pero su voz no se apagó. Viajó primero a Miami para recibir el homenaje de su gente del exilio y reposa finalmente en el Bronx, donde los suyos le llevan flores y canciones. Sin embargo, la verdad es que nunca se fue: Celia Cruz sigue viviendo en cada fiesta, en cada radio, en cada rincón donde suena una clave y alguien grita ¡Azúcar!

Celia fue más que una reina. Fue un puente entre lo que fuimos y lo que soñamos ser. Nos enseñó que se puede triunfar sin olvidar las raíces, que se puede cantar sin perder la fe, y que la alegría también es una forma de resistencia. Su voz no solo atravesó el tiempo: lo conquistó.

Porque donde hubo Celia, hubo luz. Donde hubo Celia, hubo vida. Y mientras el mundo siga bailando al compás de su “carnaval”, la Reina seguirá reinando… por siempre.

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El Salvador

Discriminación transfóbica en la BIANES de El Salvador

Mujer trans denuncia agresión por parte del personal de seguridad

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Daniela Alfaro (Foto cortesia de Daniela Alfaro)

La Biblioteca Nacional de El Salvador (BINAES), considerada un símbolo del desarrollo cultural y tecnológico del país, se ha visto envuelta en una denuncia de discriminación que pone en el centro del debate los derechos humanos de las personas trans en el país.

Daniela Alfaro, activista independiente y estudiante de la Universidad de El Salvador, asegura haber sido víctima de un acto de violencia verbal y discriminación el 13 de octubre, cuando el personal de seguridad de la institución le prohibió el uso del baño de mujeres, a pesar de que —según relata— lo ha utilizado en múltiples ocasiones sin inconvenientes.

“Un vigilante me dijo que yo tenía que entrar al baño de hombres y decidí decirle que quería hablar con el jefe. Llegó tanto el jefe de la BINAES como el jefe de seguridad, y ambos se pusieron a estarme humillando por mi condición de mujer trans”, declaró Alfaro al medio Washington Blade.

Según su testimonio, los encargados le argumentaron que “no existe ninguna ley que les obligue a respetar” su identidad de género. Además, le advirtieron que, si insistía en usar el baño de mujeres, podría ser detenida. 

“Me dijeron que había una orden desde arriba que nos prohibía a nosotras ingresar a los baños de mujeres. Entonces me amenazaron que si volvía y no usaba los baños de hombres me iban a llevar detenida”, añadió.

El incidente, ocurrido en un espacio público de carácter nacional, expone la falta de garantías legales hacia la población LGBTQ y evidencia cómo la ausencia de una Ley de Identidad de Género continúa vulnerando la dignidad y los derechos fundamentales de las personas trans en El Salvador.

Una denuncia por dignidad y derechos humanos

Tras el suceso, Alfaro presentó una denuncia formal ante la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos (PDDH), en la que relata con detalle los hechos acontecidos y solicita la intervención del Estado para garantizar su derecho a la igualdad y a la no discriminación.

En su denuncia, Alfaro escribió:

“El señor Iván Baires (Coordinador de Servicios de Información) ratificó que yo tengo que utilizar el baño de hombres, menospreciando en todo momento mi identidad y expresión de género ya que dijo que ellos no están en la obligación de respetar tratados internacionales como la Declaración Universal de los Derechos Humanos que El Salvador firmó, comprometiéndose en el trato digno de sus ciudadanos”, relató.

Alfaro le explicó a las autoridades de la biblioteca que estas acciones ponían en riesgo su integridad y su imagen, ya que los prejuicios sociales pueden provocar malentendidos o incluso agresiones físicas y sexuales. Sin embargo, la respuesta fue aún más hostil.

La activista denuncia que en ese momento fue rodeada por aproximadamente diez personas, quienes la intimidaron “como si fuera una delincuente”, solo por ejercer su derecho al uso de los espacios públicos. 

Una biblioteca moderna con prácticas excluyentes

La BINAES fue inaugurada en noviembre de 2023 como parte del megaproyecto impulsado por el gobierno salvadoreño con apoyo de la Embajada de China. Con modernas instalaciones, espacios de estudio, zonas tecnológicas y acceso a internet gratuito, el proyecto fue presentado como un ejemplo del desarrollo cultural y educativo del país.

Sin embargo, Alfaro denuncia que ese mismo espacio que promueve la inclusión tecnológica, reproduce prácticas de exclusión social.

“La Biblioteca Nacional de El Salvador es una donación de la Embajada China para nosotros los salvadoreños, pero los dueños actuales generan mucho maltrato a las personas transgénero”, expone en su denuncia.

Daniela explica que asiste frecuentemente a la biblioteca para utilizar las computadoras, ya que no cuenta con una propia y las necesita para redactar su tesis universitaria, requisito indispensable para su graduación en la Universidad de El Salvador.

“Actualmente no tengo los recursos para tener una computadora en mi casa, por ello asisto a la BINAES para elaborar mi trabajo de tesis y poder graduarme. Este trato hostil y denigrante me lleva a abandonar las oportunidades que me permitan crecer y desarrollarme plenamente.”

El acceso a espacios públicos sin discriminación forma parte del derecho universal a la educación, la cultura y la libertad de expresión. Sin embargo, en El Salvador, este derecho parece condicionado por la identidad de género.

“La discriminación y un trato injusto son barreras a mi derecho a ser tratada con respeto y dignidad, y poder acceder a los servicios públicos sin temor a ser discriminada”, enfatiza Alfaro.

Daniela solicita que las autoridades competentes tomen medidas inmediatas para restituir sus derechos como ciudadana salvadoreña, y advierte que la amenaza de ser encarcelada por ejercer su identidad en espacios públicos representa una forma grave de persecución.

“Sin duda, esto es una persecución desde la imposición y la coacción, lo cual repercute gravemente en mi salud física y mental”, escribió en su denuncia.

Violencia institucional y miedo cotidiano

El caso de Alfaro no es aislado. 

Las personas trans en El Salvador enfrentan un contexto de violencia estructural y estigmatización que atraviesa la vida cotidiana, desde el acceso a la educación y el empleo, hasta la atención en salud y el uso de espacios públicos.

“Una vez, en el Centro Histórico, un agente de la Policía Nacional Civil solo por estar sentada en un parque me dijo que en este gobierno no se está respetando a las personas LGBT y me tiró mis pertenencias al piso”, relata Alfaro, recordando otro episodio de agresión.

Este tipo de acciones, según organizaciones defensoras de derechos humanos, constituyen una forma de violencia institucional, donde agentes del Estado o personal de instituciones públicas refuerzan prejuicios que vulneran los derechos fundamentales.

El Salvador, a diferencia de otros países de la región, no cuenta con una Ley de Identidad de Género ni con políticas públicas específicas que protejan a la población trans. La ausencia de marcos legales y la falta de reconocimiento administrativo de la identidad autopercibida agravan la vulnerabilidad de este grupo.

Según Alfaro y activistas consultados, existe un clima de impunidad y desinterés gubernamental frente a estos hechos. “La violencia institucional no solo nos quita derechos, también nos quita esperanza”, reflexionó la joven.

Una deuda pendiente: la Ley de Identidad de Género

En 2022, la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia emitió una resolución en la que ordenaba a la Asamblea Legislativa legislar sobre una Ley de Identidad de Género, que permita a las personas trans adecuar su nombre y género en los documentos legales de acuerdo con su identidad autopercibida.

Sin embargo, a la fecha, el gobierno de Nayib Bukele y la actual Asamblea —con mayoría oficialista— no han avanzado en la discusión ni en la aprobación de dicha ley.

Para las organizaciones que acompañan a la población trans, esta omisión es una forma de violencia estructural. “El Estado salvadoreño sigue sin reconocer nuestra existencia jurídica. No tener documentos que reflejen quiénes somos nos expone a humillaciones, exclusión laboral y vulneraciones constantes”, explicó un representante de la organización Comcavis Trans en declaraciones recientes.

La Ley de Identidad de Género no solo busca el reconocimiento nominal, sino también garantizar el acceso a servicios básicos, educación, salud y empleo sin discriminación. En la práctica, la falta de esta ley permite que situaciones como la ocurrida en la BINAES se repitan con frecuencia, sin mecanismos de reparación efectivos.

La invisibilidad legal se traduce en exclusión social. Al no contar con documentos que correspondan a su identidad, las personas trans enfrentan obstáculos para inscribirse en universidades, obtener empleo o incluso acceder a atención médica sin ser expuestas o ridiculizadas.

Un país que sigue vulnerando derechos

La situación de Alfaro pone rostro a una realidad más amplia: la falta de garantías para vivir con dignidad siendo una persona trans en El Salvador. Su testimonio refleja cómo la discriminación no siempre se manifiesta con violencia física, sino también con gestos institucionales de exclusión, humillación y negación de derechos.

A pesar de los compromisos internacionales asumidos por el Estado salvadoreño —como la Declaración Universal de los Derechos Humanos y los Principios de Yogyakarta, que reconocen la identidad de género como parte de la dignidad humana—, las políticas nacionales siguen sin incorporar una visión inclusiva y de respeto hacia la diversidad.

Organismos internacionales como la ONU y la CIDH han advertido que la discriminación basada en identidad de género constituye una forma de violencia que puede derivar en daños psicológicos, pérdida de oportunidades y, en los casos más extremos, crímenes de odio.

En ese contexto, el caso de Alfaro no solo evidencia un acto de discriminación individual, sino también un síntoma de un problema estructural. 

“Es triste que en un lugar donde uno va a estudiar, a prepararse y superarse, te humillen por ser quien sos. No pedimos privilegios, solo respeto”, expresó Daniela con tono de frustración.

El retroceso académico tras la censura del lenguaje inclusivo

El caso de Alfaro también puede entenderse dentro de un contexto más amplio: el retroceso institucional que ha comenzado a experimentarse en el sistema educativo salvadoreño tras la reciente disposición gubernamental de prohibir el uso del lenguaje inclusivo en todos los niveles de enseñanza.

Aunque la medida fue presentada por el Ministerio de Educación como una forma de “mantener la pureza del idioma”, especialistas en derechos humanos advierten que esta decisión envía un mensaje de exclusión hacia las personas LGBTQ, especialmente hacia estudiantes y docentes que trabajan por ambientes más respetuosos y diversos.

En la práctica, la censura del lenguaje inclusivo puede profundizar el miedo a hablar sobre temas de género y diversidad en el ámbito académico, limitando la libertad de expresión y el derecho a la educación inclusiva. “Cuando se prohíben palabras, se prohíben existencias”, expresó una docente universitaria consultada, aludiendo a que el lenguaje no solo comunica, sino que reconoce identidades y realidades sociales.

Para jóvenes como Alfaro, que viven en carne propia la discriminación en espacios públicos, esta política representa un nuevo obstáculo en su formación profesional. La falta de apertura institucional no solo afecta la seguridad física de las personas trans, sino también su desarrollo académico y su posibilidad de proyectarse en igualdad de condiciones.

Una lucha por existir y ser reconocida

La historia de Alfaro es la de muchas personas trans en El Salvador que, pese a los avances sociales, continúan enfrentando un sistema que las invisibiliza y excluye. Su denuncia ante la PDDH representa un acto de valentía, pero también de desesperación frente a un Estado que no reconoce plenamente su humanidad.

Mientras no exista una Ley de Identidad de Género ni políticas que garanticen el respeto a la diversidad, las personas trans seguirán expuestas a humillaciones, amenazas y exclusión institucional.

El incidente en la BINAES no debería verse como un hecho aislado, sino como un recordatorio urgente de que la igualdad y la dignidad deben ser una realidad vivida, no solo un discurso.

El Salvador, país que se precia de ser “el país de la libertad y la fe”, sigue en deuda con quienes, como Alfarpo, buscan simplemente estudiar, trabajar y vivir sin miedo.

La justicia y la igualdad no deberían depender de una “orden desde arriba”, sino del reconocimiento de que toda persona —sin importar su identidad o expresión de género— merece respeto, dignidad y la oportunidad de construir su vida plenamente.

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