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Borradxs al nacer, la realidad de las personas intersex en Ecuador
Edición Cientonce documenta angustias, logros de esa comunidad
—¡A Axa le encontraron un útero!
—¡¿Cómo?!
—¡Axa tiene útero! ¿Qué vamos a hacer?
En el baño de un hospital, Gabriela habla con su esposo por teléfono. Llora. La angustia la carcome. En una resonancia magnética de su hijo Axa, en ese momento de 13 años, alcanzó a leer “cuerpo uterino”. No necesitó leer más.
Las visitas de Axa a los hospitales eran igual de habituales que jugar PlayStation, su pasatiempo favorito. Hasta antes de los 10 años, había sido intervenido en cuatro ocasiones para adecuar su genitalidad y hacer que tenga pene y testículos, además tenía citas médicas regulares y exámenes de control.
Axa nació con genitales que visiblemente son difíciles de distinguir entre los sexos masculino o femenino. En letras rojas, la palabra indeterminado estaba escrita en la pulsera identificativa que se coloca a cada recién nacidx con sus datos, entre estos, el del sexo.
Gabriela solo tenía 16 años cuando Axa nació el 14 de julio de 2001. Era su primer hijo.
“En el hospital hacen varios estudios y juntas médicas y me dicen que es ‘indeterminado’, pero como había que inscribir rápido a los bebés, me dijeron que provisionalmente le iban a poner sexo masculino hasta que saliera el examen de cariotipo”, relata Gabriela 21 años después, desde Quito.
Ese examen describe las características de los cromosomas, que son los que recogen la información genética de una persona y determinan su sexo. Ella desconocía cuál era su objetivo.
“Yo lo único que quería saber era por qué él nació así”, asegura.
Los resultados tardaron dos meses en llegar. En ese lapso, junto a un Axa de apenas semanas de nacido, visitaban más consultorios. Uno de los médicxs que lo atendió, le diagnosticó hipospadias severas y una criptorquidia bilateral (en la primera, la uretra no está en la punta del pene; y en la segunda, los testículos no han descendido).
Cuando los resultados del cariotipo estuvieron finalmente listos, Gabriela se los entregó al médico de cabecera de Axa. “Aquí está todo normal, es varón”, le dijo.
“Para mí fue un alivio que me dijera que era solo una malformación congénita, no genética, que solo era de acomodarle por fuera, que iba a tener hijos y una vida sexual normal”, recuerda.
Pero el resultado de ese examen fue XX; es decir, sexo cromosómico femenino. Gabriela entendería esas XX 13 años después …
X y Y, esas dos letras, esos dos cromosomas, son los que determinan el sexo cromosómico, que sumado a otros factores define la biología de una persona.
Con dos cromosomas XX se es mujer; con un cromosoma X y otro Y, hombre. Esa es la “regla” biológica. Pero, ¿qué pasa cuando simultáneamente alguien presenta características de ambos polos del espectro sexual?
Quienes nacen con características sexuales, sean los genitales, las gónadas (glándulas genitales) o los patrones cromosómicos (cariotipo), que no corresponden a las “típicas” nociones binarias de los cuerpos masculinos o femeninos, son las personas intersexuales o intersex, representadxs en la I de las siglas LGBTIQ+.
La intersexualidad representa una variación natural del cuerpo en donde las categorías hombre-mujer son insuficientes para nombrar el amplio espectro de corporalidades. El cuerpo de Axa representa esta diversidad.
El término intersex abarca entre 60 y 80 variaciones de cuerpos sexuados reconocidos por la genética y la biología molecular, como expone Cristian Robalino Cáceres, en su libro “¿Es niño? ¿Es niña? ¿Ninguno de los dos? ¿Quién decide? El ejercicio médico-jurídico en torno a la intersexualidad en Ecuador.“
En tanto, desde la campaña mundial Libres e Iguales de Naciones Unidas se explica que, en algunos casos, los rasgos intersex son visibles al nacer, mientras que en otros no se manifiestan hasta la pubertad. Incluso, algunas variaciones cromosómicas de las personas intersexuales pueden no ser físicamente visibles en absoluto.
Sin embargo, en el imaginario social las personas intersexuales son los comúnmente llamados hermafroditas, un término en el que el activismo intersex encuentra una carga peyorativa y que, como indica Robalino Cáceres, “hace alusión a aquella figura de la mitología griega que encarna a los dos sexos en un solo cuerpo”.
Fuera de la ‘regla’ biológica y social
Si bien desde siempre han existido y existen otras corporalidades y variaciones naturales de los cuerpos biológicos, la filósofa feminista estadounidense Judith Butler sostiene que el régimen normativo que ha construido “verdades” en lo concerniente al género y a la sexualidad es la heteronormatividad, según la cual solo se contemplan dos formas de entender la humanidad: los conceptos hombre y mujer.
En ese sentido, Robalino Cáceres detalla en su libro que dentro de este régimen heteronormativo los conceptos hombre y mujer son entendidos a través de la siguiente operación: hombre: pene y testículos, cromosomas XY, masculino heterosexual; mujer: vagina, ovarios y útero, cromosomas XX, femenina y heterosexual.
De ahí que, según Butler, todo lo que no se atañe a esa “regla” biológica, se castiga mediante una “severa violencia excluyente”. Así ha sido históricamente con las personas intersex.
Desde su nacimiento, están expuestas a situaciones de violencia que se inician con intervenciones quirúrgicas para asignarles aribitrariamente un sexo y, a lo largo de toda su vida, a la falta de acceso integral al sistema de salud, así como a atenciones médicas que consideran estas identidades como patológicas.
En el prólogo del libro de Robalino Cáceres, la filósofa argentina Diana Maffía expone que desde la medicina la condición intersexual se interpretaba como una monstruosidad y se estudiaba desde la teratología, la disciplina que dentro de la zoología estudia a las criaturas anormales.
Esa mirada médica sobre los cuerpos intersexuales sigue siendo actualmente patologizante. En la CIE-11 (Clasificación Internacional de Enfermedades), la guía que la Organización Mundial de Salud emplea para los diagnósticos médicos, la condición intersexual está categorizada como “Trastornos del Desarrollo Sexual”. Este documento los describe como “cualquier afección causada por la falla de los genitales para desarrollarse correctamente durante el período prenatal”.
Mientras la mirada médica tiene esta perspectiva de “trastornos” o “afecciones”, los organismos internacionales de derechos humanos exhortan a proteger la integridad de las personas intersex desde su nacimiento.
En 2013, el Relator Especial de la ONU sobre la tortura y otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes calificó a las cirugías reconstructivas practicadas a personas intersex como actos detortura y exhortó a derogar leyes que permitan la realización de tratamientos irreversibles sin su consentimiento.
El mismo año, la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (ACNUDH) puso en marcha la campaña Libres e Iguales en la que resalta la importancia de prohibir estos procedimientos quirúrgicos porque pueden producir esterilidad permanente, dolor, incontinencia, pérdida de la sensibilidad sexual y sufrimiento mental de por vida, incluida la depresión.
Dos años después, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, en su informe “Violencia contra Personas Lesbianas, Gay, Bisexuales, Trans e Intersex en América“, recomendó a los Estados hacer modificaciones en materia legislativa y de política pública para prohibir procedimientos médicos innecesarios a personas intersexuales.
Sin embargo, en Ecuador, no se ha avanzado en leyes o políticas públicas para proteger a la población intersex. Cuando la Asamblea Nacional incorporó la prohibición de procedimientos de asignación de sexo a niñxs intersexuales en el Código Orgánico de Salud que aprobó en 2020, el expresidente Lenín Moreno lo vetó en su totalidad y, en consecuencia, no entró en vigencia. Mientras, el Ministerio de Salud Pública (MSP) aprobó un protocolo para el abordaje médico de la intersexualidad, pero es prácticamente desconocido en los hospitales del país.
¿Qué pasa con mi cuerpo?, la pregunta sin respuesta
“No me han sabido decir a ciencia cierta qué pasa con mi cuerpo. Lo he tenido que descubrir yo porque los médicos no han sabido cómo abordarme”, cuenta Wilmer González Brito una tarde un tanto gris de abril en Cuenca.
Él no solo es una persona intersex, sino el activista intersexual más visible de Ecuador. Desde ambos lugares afirma que la intersexualidad “es un tema completamente desconocido” entre los profesionales sanitarios del país.
“Los médicos que hemos capacitado dicen: estos temas no nos dan en la academia (…) Para nosotros el único tipo de intersexualidad es cuando vemos una vagina y un pene, pero de las realidades que vienen con las gónadas, con los temas hormonales, no sabemos”, refiere.
Él ha estado en esas capacitaciones porque es el coordinador y vocero de Intertulias, el único colectivo intersex del país. Ese espacio se creó en 2014 para luchar por los derechos de las personas intersexuales y para que sus voces sean escuchadas.
Con González Brito concuerda Edgar Zúñiga Salazar, médico y coordinador general de la Red Ecuatoriana de Psicología por la Diversidad LGBTI, al señalar que “el principal problema en la parte médica es que no se enseña sobre intersexualidad”.
“Lo que te enseñan es sobre síndromes o trastornos del desarrollo sexual, entonces te formas con una mirada patologizante y problematizadora de la diversidad sexual corporal. Es incluso un tema estructural cultural. Como tienes una ausencia de información sobre intersexualidad en la sociedad, esto se replica en la parte académica”, considera.
La publicación del Ministerio de Salud Pública, en 2018, del denominado “Protocolo de atención integral a pacientes con desórdenes del desarrollo sexual“-nombre que el activismo intersex considera patologizante- no ha servido para llenar ese vacío.
Este es el único manual que establece las directrices que deben seguir los profesionales de salud que se encuentren involucrados en la atención de personas intersex.
Pero hoy, a cuatro años de su presentación, éste nunca se ha aplicado. “El Protocolo no se ha implementado”, confirma el Ministerio de Salud Pública a Edición Cientonce.
En sus respuestas, el Ministerio añade que esto responde a que “son necesarios otros insumos normativos” para incluir en su cartera de servicios temas específicos de atención para esta población.
La única normativa vigente es el “Manual Atención en salud a personas lesbianas, gays, bisexuales, transgénero e intersex (LGBTI)“, que desde 2016 es de cumplimiento obligatorio y provee a los profesionales y estudiantes de ciencias de la salud las herramientas y recomendaciones para la atención de personas de la diversidad sexo genérica.
Sin embargo, la población intersex experimenta atenciones violentas. “Me acuerdo de una doctora que me atendió y me dijo ‘tienes un cuerpo anormal’ (…) y por último ‘no podemos hacer nada porque esto tampoco es algo que podamos curarte’”, rememora Gónzalez Brito sobre una consulta médica.
Él era un adolescente cuando reparó que tenía una corporalidad que consideraba distinta a la de su hermano y primos: menos cintura y más cadera. Ya de adulto, empezó a manifestar intensos dolores en el estómago y retortijones todos los meses. Estas dolencias lo impulsaron a acudir a especialistas, quienes le revelaron que tiene un ovario y un testículo, una de las variaciones de la intersexualidad.
Aunque en una de esas citas médicas, un médico lo increpó: “¡¿Por qué ibas a tener cólicos tú, si eres un hombre?!”.
***
En su adolescencia, Axa usaba dos chompas: una gris y una verde, con cualquier pantalón. Las usaba a diario. No optaba por más prendas de vestir. Con esas chompas, ocultaba sus pechos, que empezaron a crecerle a los 12 años.
Cuando el cuerpo de Axa presentó estos cambios, su médico de cabecera le indicó que tenía ginecomastia, un “trastorno” -según lo califica la CIE-11- que produce en los hombres un volumen excesivo de los pechos.
La recomendación fue que bajara de peso. Axa inició una dieta y se ejercitaba, pero los pechos se hicieron más notorios e incluso se formaron las areolas. A la misma edad, empezó a orinar sangre cada mes. Generalmente, cinco días seguidos. Y sentía dolores abdominales que hasta llegaron a despertarlo en las madrugadas.
Axa se mostraba irritable en su adolescencia. Se encerraba en su dormitorio. Lloraba. Los videojuegos eran un escape de las citas médicas y tratamientos que debía seguir.
El día que cumplió 13 años, tras perder una jugada de PlaySation, cruzó sus brazos y sintió que una secreción salía de sus pechos. “Pensé que era sudor, pero no estaba sudando; me comencé a presionar a propósito y salió bastante”.
Dos días después, decidió contárselo a su madre. Gabriela recurrió nuevamente al médico de cabecera de su hijo. Él ordenó una resonancia magnética, pero con un pedido adicional: buscar gónadas femeninas.
Es en esa hoja de resultados, donde ella leyó: “se observa una zona que correspondería a cuerpo uterino”. “Próstata no visible”.
Fue entonces cuando comprendió lo que 13 años antes no había entendido: el cuerpo de Axa es intersexual y no masculino, el sexo que arbitrariamente le fue asignado al nacer. También entendió que los dolores abdominales de su hijo eran en realidad cólicos menstruales y la sangre en la orina, menstruación.
Desde la Red Ecuatoriana de Psicología por la Diversidad LGBTI, están acompañando a personas intersex, “a quienes toda la niñez prácticamente les ha sido robada”, señala su titular, Edgar Zúñiga.
Al igual que Axa, expone, “han tenido que vivir una infancia impuesta”. “Los casos que acompañamos son de personas que han sido sometidas a violencia médica, incluso quirúrgica, hormonal, etcétera”, revela.
Y esta imposición de corporalidad e identidad, explica Zúñiga, acarrea “un impacto muy fuerte” en la “construcción identitaria porque se parte de una negación del yo”.
El “Protocolo de atención integral a pacientes con desórdenes del desarrollo sexual” no establece una prohibición expresa de las intervenciones quirúrgicas, pero sí menciona que no todas las personas intersex requieren operaciones.
El documento estipula que un comité multidisciplinario (conformado, entre otros especialistas, por pediatras, genetistas, endocrinólogos, neonatólogos y personal de salud mental especializados en género y diversidades sexuales) debe discutir, asesorar y deliberar la condición con cada paciente y sus familiares. Y que estas decisiones deben autorizarse mediante consentimiento informado.
Además, que el objetivo de las intervenciones quirúrgicas es evitar problemas de salud física y que la estética corporal y función sexual “es un tema que le concierne únicamente a la persona”.
«Se dice que son los padres, le niñe, le adolescente, quienes pueden tomar las decisiones sobre la soberanía de sus cuerpos, pero siempre se va a requerir una asesoría médica y ese consentimiento informado puede ser muy manipulado. Si yo, en una asesoría perinatal, le digo a los padres que ese niñe va a sufrir discriminación y va a ser violentado por no tener un sexo asignado, ahí se está manipulando la información para que los familiares autoricen un procedimiento que el protocolo claramente enuncia que es innecesario”, manifiesta Edgar Zúñiga.
Desde Quito, Carolina cuenta que, sin el cumplimiento de exámenes previos, un urólogo recomendó la intervención de su hijo, Álvaro, quien hace 8 años nació con hipospadias.
“No se hicieron exámenes endocrinológicos ni de cariotipo, nada de eso. Ya nos estaba dando una fecha de cirugía”, recuerda.
Coincidentemente, ella estaba realizando una investigación sobre intersexualidad para su tesis de universidad y es así como descubrió que el hipospadias es un tipo de variación intersex.
Aunque según el documento “El ABC de la I”, que elaboró Intertulias, “el hipospadias no suele diagnosticarse como condición intersex sino como malformación en el pene de un varón, a ser tratada con cirugía correctiva”.
Pese a la recomendación e insistencia del médico para asignar un sexo, Carolina decidió no operar a su hijo y que sea él quien tome la decisión en su futuro. Sin embargo, sí pasó por el quirófano el año pasado cuando presentó infecciones urinarias porque el canal de la uretra se estaba cerrando como consecuencia del hipospadias.
Ella pidió expresamente estar presente en el quirófano para cerciorarse que solo amplíen el canal de la uretra y no realicen ningún procedimiento adicional por motivos estéticos.
Los padres de Maykel, en cambio, sí optaron por la operación. Al igual que Álvaro, nació con hipospadias.
El niño, de 10 años, fue intervenido en dos ocasiones: a los 3 y 8 años. La primera intervención fue para abrir el canal de la uretra, ya que su escasa micción podía afectar sus riñones, y la segunda para formar el pene.
“El doctor me dijo que iba a ser un problema si no se le hacía la cirugía, porque no iba a ser un niño normal”, señala Karina, su mamá, una mañana de mayo en su casa en Santo Domingo de los Colorados.
Según relata, la segunda intervención fue meramente estética. “El doctor me explicó que Maykel ya no corría ningún riesgo del riñón, porque con el catéter él podía orinar normalmente y que la cirugía que estaba pendiente era como estética para para formar su penecito y que orine normal”.
Con orinar “normal”, Karina se refiere a que su hijo orine parado y no sentado como lo venía haciendo desde que dejó de usar pañales.
Al no tratarse de una situación que ponía en riesgo su salud, esa segunda intervención tardó cinco años en practicarse.
Karina y su esposo René estuvieron de acuerdo con las dos intervenciones sugeridas por el médico. Incluso descartaron la recomendación de una especialista de que sea Maykel quien decida cuando tenga 18 años.
Entre los exámenes médicos que los padres de Maykel conservan en una carpeta, constan pruebas de sangre y ecografías, pero no de cariotipo.
Un casillero sin la I
No se sabe cuántas intervenciones de asignación de sexo a niñxs intersex se han hecho en Ecuador. Tampoco cuántas personas son intersexuales ni cuántas nacen por año en el país.
El Registro Estadístico de Nacidos Vivos y Defunciones Fetales del Instituto Nacional de Estadística y Censos (INEC) sigue manejando dos únicas categorías de sexo: hombre o mujer.
Y así consta en la información que el Ministerio de Salud hizo llegar a Edición Cientonce. Los nacimientos intersex no se contabilizan.
La legislación ecuatoriana maneja los nacimientos con una concepción binaria y no considera la intersexualidad como una condición biológica. La Ley Orgánica de Gestión de la Identidad y Datos Civiles, en su artículo 30, establece que “el sexo será registrado considerando la condición biológica del recién nacido, como hombre o mujer, de conformidad a lo determinado por el profesional de la salud o la persona que hubiere atendido el parto”.
La misma ley señala que la inscripción de niñxs debe obligatoriamente hacerse durante los tres días posteriores al nacimiento. De lo contrario, los médicos pueden ser sancionados.
La decisión, entonces, del sexo que se asigna a niñxs intersex prácticamente queda a potestad de los médicos y en un plazo contrareloj.
El único dato oficial que existe es el del Registro Diario Automatizado de Consultas y Atenciones Ambulatorias (RDACCA), que incluye la variable intersex.
A partir de esos registros se sabe que, por ejemplo, en 2021, en los establecimientos de salud a nivel nacional se registraron 707 atenciones a personas intersexuales.
Para Wilmer González Brito esos registros «no reflejan una realidad». “Tú les tienes que decir a los médicos que te registren en la i (de intersex). A mí me quieren poner directamente en la h (de hombre). Se basan en lo que ven y como me ven hombre, inmediatamente te vinculan en el binarismo”, sostiene.
Desde Santo Domingo de los Colorados, Bárbara Jiménez también cuenta que siempre debe corregir a los doctores.
En las citas médicas, en cualquier especialidad, asumen que es una mujer trans. No preguntan, solo asumen. En ocasiones, prefiere evitar explicaciones: “A veces ya me aburre. Ya digo, ay, que piensen lo que quieran. Los médicos me preguntan si me identifico como hombre o mujer, y yo digo como mujer, pero soy intersexual, y me responden ‘¿y eso qué es?’”.
Hasta los 18 años, Bárbara usó prendas de vestir comúnmente asociadas a las que usaría un hombre, pero por su tipo de intersexualidad (insensibilidad a los andrógenos), su cuerpo no lee la testosterona (hormona masculina) y tiene mayores niveles de estrógenos (hormonas femeninas); por ello, a los 12 años, le crecieron senos y caderas.
En las clases de natación del colegio, como debía usar un short corto y ajustado, sus pechos quedaban expuestos. “Yo tenía que cubrirme los pechos con los brazos. Esto me producía cierto malestar, cierta vergüenza”, recuerda.
Bárbara conoció la palabra intersexual en 2012 investigando en internet lo que le pasaba a su cuerpo. Entre los doctores a los que acudía, no hallaba respuestas. Al contrario, recibía violencia.
Un endocrinólogo le sugirió que asista a las clases que dictaba en una universidad para que sus estudiantes analizaran su caso. “Iba a estar como rata en laboratorio, para que me estudien. Yo no me sentí cómoda con eso y no regresé (a una nueva cita) con ese médico”, cuenta.
En la vida de una persona intersex, la falta de preparación y conocimiento de los profesionales de la salud no solo se traduce en atenciones violentas. Es el inicio de un viacrucis, de la búsqueda de un médico que, en el mejor de los casos, les ofrezca respuestas o una certeza a medias.
La psicóloga clínica Vanessa Quito atiende en su consulta a dos personas intersex. “Las familias no han pasado solo por uno, vienen pasando por cuatro, cinco, seis médicos. Es la desesperación de que quizás alguien pueda hablar un ‘idioma diferente'”, relata Quito, quien también es máster en intervención psicosocial familiar.
Desde el Ministerio de Salud, sin embargo, se asegura que en todos sus establecimientos se brinda atención «sin discriminación alguna» y que capacitan “en temas de derechos humanos” a todo el personal.
***
Gabriela rompió contacto con el médico que operó a Axa en cuatro ocasiones cuando era niño y decidió denunciar el caso ante el Ministerio de Salud. Esta denuncia, presentada en septiembre de 2014, fue la que dio paso a que por primera vez la máxima autoridad sanitaria del país comenzara a discutir sobre las intervenciones quirúrgicas para asignar un sexo/género a lxs recién nacidos intersexuales, como detalla Robalino Cáceres en “¿Es niño? ¿Es niña? ¿Ninguno de los dos? ¿Quién decide? El ejercicio médico-jurídico en torno a la intersexualidad en Ecuador”.
En el proceso administrativo, el médico defendió las intervenciones realizadas a Axa. “Los trastornos del desarrollo sexual tienen etapas específicas que denotan que no nos hemos saltado procesos. Hay niños que durante el primer año de vida son diagnosticados, pero a los 14 años, con el despliegue sexual y hormonal, pueden cambiar su tendencia (…). Y sigo manteniendo que él es un varón”.
Pero eso no era lo que indicaba el cariotipo ni fue la decisión de Axa. Recién a los 14 años él pudo decidir, por primera vez, sobre su cuerpo. Y decidió mantener su identidad masculina y someterse voluntariamente a nuevas intervenciones quirúrgicas, entre estas, una doble mastectomía.
Hoy, con 21 años, finalmente está a gusto consigo mismo. “Me siento bien con lo que soy, me siento bien siendo intersexual. Antes me veía como algo raro, literalmente algo que no estaba dentro de lo binario, que no estaba dentro del canon, y ahora me siento completamente bien”.
“De niño yo hubiese preferido que se me informe y se me explique para qué me estaban haciendo las operaciones. Es frustrante entrar y salir de quirófanos sin tener la menor idea de por qué lo estás haciendo. Yo solo sabía que había que hacerle unas ‘correcciones’ a mi cuerpo, nada más”.
Por esas “correcciones”, el Ministerio de Salud Pública sancionó en diciembre de 2014 al médico que operó a Axa. La Cartera de Estado le impuso una multa de 3.400 dólares, pero no revocó su licencia; siguió y sigue atendiendo.
Gabriela también recurrió a la justicia, que en 2018 falló a su favor y al de Axa por daño moral, y obligó a pagar una indemnización de 100.000 dólares.
“Si alguien le notó niña, ¿por qué no me dijeron?”, llegó a decir el médico.
Fue a partir del caso de Axa, que la Dirección de Derechos Humanos, Género e Inclusión del MSP elaboró el “Protocolo de atención integral a pacientes con desórdenes del desarrollo sexual”, el primero para abordar las realidades intersex en el sistema de salud.
Pero como nunca se ha implementado, historias como la de Axa pueden volver a repetirse, historias de infancias impuestas y sometidas a intervenciones quirúrgicas para asignar un sexo bajo una mirada médica patologizante, historias de atenciones médicas discriminatorias y violentas, historias de personas que por nacer fuera de la “norma corporal” son borradas al nacer.
EQUIPO INVESTIGATIVO:
Reportería, investigación, coordinación general, redacción y edición:
Daniela Mejía Alarcón y Víctor Hugo Carreño
Asesoría en investigación:
Cristian Robalino Cáceres
Fotografías y videos:
Óscar Molina V. y Fabio Abad Baus
Edición audiovisual:
Fabio Abad Baus
Ilustraciones para web y redes sociales:
Víctor García Mejía
Corrección:
Fausto Lara
En este reportaje, ciertos testimonios aparecen con nombres protegidos a pedido expreso de lxs entrevistadxs.
Este reportaje ha sido producido con el financiamiento de la Unión Europea en el marco del proyecto Adelante con la Diversidad II: Fuerzas sociales, políticas y jurídicas para la protección efectiva de los derechos del colectivo LGBTI y sus defensores en la Región Andina. Su contenido es responsabilidad de Edición Cientonce.
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Doble exclusión, misma dignidad
Personas con discapacidades en América Latina y el Caribe se luchan dos batallas.
En un continente donde los derechos de la comunidad LGBTQ avanzan y retroceden al ritmo de los vientos políticos, hay una realidad que casi nadie nombra: la de quienes, además de pertenecer a esta comunidad, viven con una discapacidad física, motora o sensorial. En ellos convergen dos batallas —la del reconocimiento y la de la accesibilidad— que se libran, la mayoría de las veces, en silencio.
Según el Banco Mundial, más de 85 millones de personas con discapacidad viven en América Latina y el Caribe. Al mismo tiempo, la región alberga algunos de los movimientos LGBTQ más visibles del mundo, aunque persisten graves formas de violencia y exclusión. Sin embargo, los estudios que cruzan ambas realidades son casi inexistentes. Y esa ausencia de datos también es una forma de violencia.
Ser una persona LGBTQ en América Latina todavía implica, en muchos casos, enfrentar el rechazo familiar, la discriminación laboral o la exclusión religiosa. Pero si a eso se suma una discapacidad, las barreras se multiplican. En palabras de un activista brasileño citado por CartaCapital, “cuando entro a una entrevista, me miran primero la silla de ruedas y después descubren que soy gay. Ahí empieza el doble filtro”. Este fenómeno, conocido como doble prejuicio, se refleja tanto fuera como dentro de la propia comunidad LGBTQ. A menudo, la discapacidad sigue siendo invisibilizada incluso en marchas del orgullo o campañas de diversidad, donde predominan imágenes de cuerpos normativos y jóvenes. El capacitismo —esa discriminación basada en la idea de que solo los cuerpos funcionales son válidos— se cuela incluso en los espacios que deberían ser los más inclusivos.
La desexualización de las personas con discapacidad es una de las formas más sutiles de exclusión. El reportaje argentino Sexo, discapacidad y placer, publicado por Distintas Latitudes, expone cómo la sociedad suele negar el derecho al deseo y al amor de quienes viven con alguna limitación física. Cuando además se trata de una persona LGBTQ, la negación se duplica: se les niega el cuerpo, el deseo y, con ello, una parte esencial de su dignidad humana. Como afirma la psicóloga mexicana María L. Aguilar, “la desexualización de las personas con discapacidad es una forma de violencia simbólica. Y cuando se cruza con la diversidad sexual, se convierte en una negación del derecho al placer y a la autonomía”.
El ejemplo más visible de inclusión llega desde el deporte. En los Juegos Paralímpicos de París 2024, al menos 38 atletas LGBTQ participaron, según un informe de Agencia Presentes. Pero la pregunta permanece: ¿cuántas personas LGBTQ con discapacidad fuera del ámbito deportivo logran tener voz, empleo, pareja o acceso a los servicios básicos? En un continente marcado por la desigualdad, la intersección entre orientación sexual, discapacidad, pobreza y género produce una combinación de vulnerabilidades que pocas políticas públicas abordan.
Diversos estudios advierten que las personas LGBTQ en América Latina presentan tasas más altas de depresión y ansiedad que la población general. A su vez, los informes sobre discapacidad en la región señalan altos niveles de aislamiento y falta de apoyo. Pero no existen datos interseccionales que midan cómo se viven estos desafíos cuando ambas realidades se cruzan. En países como Chile, el Observatorio de Discapacidad e Inclusión advierte una alta prevalencia de problemas de salud mental y un acceso insuficiente a servicios especializados. En Estados Unidos, investigaciones del Trevor Project muestran que los jóvenes Latine LGBTQ tienen mayor riesgo de intentos de suicidio cuando enfrentan discriminación múltiple. En América Latina y el Caribe, la ausencia de estadísticas en este campo no solo refleja desinterés: también perpetúa la invisibilidad.
Ni las leyes sobre discapacidad mencionan explícitamente a la población LGBTQ, ni las políticas de diversidad incorporan la variable de discapacidad. Un informe de la International Disability Alliance sobre la región advierte que las personas con discapacidad LGBTQ “enfrentan discriminación múltiple y carecen de protección específica”. Pese a ello, surgen señales de esperanza: en México, el Colectivo de Personas con Discapacidad LGBTQ+ impulsa iniciativas para visibilizar la exclusión doble; en Brasil, la organización Vale PCD desarrolla proyectos de inclusión laboral y cultural; y en el Caribe oriental, el Proyecto LIVITY, de la Eastern Caribbean Alliance for Diversity and Equality (ECADE), fomenta la participación política de personas con discapacidad y de la comunidad LGBTQ.
La verdadera inclusión no se mide por las rampas, ni por los discursos de tolerancia. Se mide por la capacidad de una sociedad para reconocer la dignidad humana en todas sus expresiones, sin lástima, sin morbo, sin condiciones. No se trata de aplaudir historias de superación, sino de garantizar el derecho a una vida plena. Como dijo un líder caribeño citado por ECADE: “La inclusión no es un gesto, es una decisión moral y política”.
Este tema exige una conversación continental. América Latina y el Caribe solo podrán hablar de igualdad real cuando el cuerpo, el deseo y la libertad de las personas LGBTQ con discapacidad sean respetados con la misma fuerza con que se proclama la diversidad. Nombrar lo que aún no se nombra es el primer paso hacia la justicia. Porque lo que no se mide, no se atiende; y lo que no se mira, no existe.
Hace un siglo nació en Cuba una mujer que transformó el mapa sonoro del mundo. Celia Cruz fue más que una cantante: fue una embajadora de la alegría, una voz que rompió muros, y un símbolo de identidad para generaciones enteras que encontraron en su grito de ¡Azúcar! una manera de resistir y de celebrar la vida.
Desde sus inicios en Las Mulatas de Fuego hasta su consagración con La Sonora Matancera, su voz se volvió sinónimo de fiesta, de nostalgia y de dignidad. Con su risa grande y su presencia arrolladora, Celia enseñó que el arte no solo entretiene: sana, consuela y redime. “Mi voz quiere volar, quiere atravesar…” cantaba, y lo hizo. Atravesó océanos, dictaduras, fronteras y lenguas. Voló desde La Habana hasta Nueva York, desde el Caribe hasta los escenarios del mundo entero, llevando consigo el eco de una isla que amó hasta el último suspiro.
En los años 90, cuando la crisis de los balseros desgarraba el corazón de Cuba, Celia regresó a su tierra. Lo hizo cantando en la Base Naval de Guantánamo, suelo cubano bajo control estadounidense. Allí, frente a hombres, mujeres y niños que habían huido del dolor, su voz se alzó como un himno de esperanza. No fue una visita política: fue un regreso espiritual. Fue su manera de besar la tierra que la vio nacer, de cantar por quienes no podían hacerlo y de abrazar a su pueblo con el poder de su música. En ese escenario, cuando pronunció “Por si acaso no regreso…”, el aire se llenó de lágrimas y tambor.
Decir Celia Cruz es hablar de Cuba, incluso cuando Cuba no podía pronunciar su nombre. En cada salsa, guaracha o rumba, vibraba el latido de una patria que vivía en su garganta. Fue nominada a trece Premios Grammy y seis Latin Grammy, de los cuales ganó cinco, y recibió doctorados honoris causa de universidades como Yale y Florida. Pero más allá de los premios, su verdadero reconocimiento fue el amor del pueblo que la hizo inmortal.
Y es que Celia no cantaba solo para divertir: cantaba para levantar el espíritu. “Oh, no hay que llorar, porque la vida es un carnaval…”, nos dejó como legado, recordándonos que el dolor también puede bailarse, que las lágrimas pueden convertirse en tambor, y que mientras exista un poco de música en el alma, habrá esperanza.
El 16 de julio de 2003, Celia se despidió del mundo desde su hogar en Fort Lee, Nueva Jersey, pero su voz no se apagó. Viajó primero a Miami para recibir el homenaje de su gente del exilio y reposa finalmente en el Bronx, donde los suyos le llevan flores y canciones. Sin embargo, la verdad es que nunca se fue: Celia Cruz sigue viviendo en cada fiesta, en cada radio, en cada rincón donde suena una clave y alguien grita ¡Azúcar!
Celia fue más que una reina. Fue un puente entre lo que fuimos y lo que soñamos ser. Nos enseñó que se puede triunfar sin olvidar las raíces, que se puede cantar sin perder la fe, y que la alegría también es una forma de resistencia. Su voz no solo atravesó el tiempo: lo conquistó.
Porque donde hubo Celia, hubo luz. Donde hubo Celia, hubo vida. Y mientras el mundo siga bailando al compás de su “carnaval”, la Reina seguirá reinando… por siempre.
El Salvador
Discriminación transfóbica en la BIANES de El Salvador
Mujer trans denuncia agresión por parte del personal de seguridad
La Biblioteca Nacional de El Salvador (BINAES), considerada un símbolo del desarrollo cultural y tecnológico del país, se ha visto envuelta en una denuncia de discriminación que pone en el centro del debate los derechos humanos de las personas trans en el país.
Daniela Alfaro, activista independiente y estudiante de la Universidad de El Salvador, asegura haber sido víctima de un acto de violencia verbal y discriminación el 13 de octubre, cuando el personal de seguridad de la institución le prohibió el uso del baño de mujeres, a pesar de que —según relata— lo ha utilizado en múltiples ocasiones sin inconvenientes.
“Un vigilante me dijo que yo tenía que entrar al baño de hombres y decidí decirle que quería hablar con el jefe. Llegó tanto el jefe de la BINAES como el jefe de seguridad, y ambos se pusieron a estarme humillando por mi condición de mujer trans”, declaró Alfaro al medio Washington Blade.
Según su testimonio, los encargados le argumentaron que “no existe ninguna ley que les obligue a respetar” su identidad de género. Además, le advirtieron que, si insistía en usar el baño de mujeres, podría ser detenida.
“Me dijeron que había una orden desde arriba que nos prohibía a nosotras ingresar a los baños de mujeres. Entonces me amenazaron que si volvía y no usaba los baños de hombres me iban a llevar detenida”, añadió.
El incidente, ocurrido en un espacio público de carácter nacional, expone la falta de garantías legales hacia la población LGBTQ y evidencia cómo la ausencia de una Ley de Identidad de Género continúa vulnerando la dignidad y los derechos fundamentales de las personas trans en El Salvador.
Una denuncia por dignidad y derechos humanos
Tras el suceso, Alfaro presentó una denuncia formal ante la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos (PDDH), en la que relata con detalle los hechos acontecidos y solicita la intervención del Estado para garantizar su derecho a la igualdad y a la no discriminación.
En su denuncia, Alfaro escribió:
“El señor Iván Baires (Coordinador de Servicios de Información) ratificó que yo tengo que utilizar el baño de hombres, menospreciando en todo momento mi identidad y expresión de género ya que dijo que ellos no están en la obligación de respetar tratados internacionales como la Declaración Universal de los Derechos Humanos que El Salvador firmó, comprometiéndose en el trato digno de sus ciudadanos”, relató.
Alfaro le explicó a las autoridades de la biblioteca que estas acciones ponían en riesgo su integridad y su imagen, ya que los prejuicios sociales pueden provocar malentendidos o incluso agresiones físicas y sexuales. Sin embargo, la respuesta fue aún más hostil.
La activista denuncia que en ese momento fue rodeada por aproximadamente diez personas, quienes la intimidaron “como si fuera una delincuente”, solo por ejercer su derecho al uso de los espacios públicos.
Una biblioteca moderna con prácticas excluyentes
La BINAES fue inaugurada en noviembre de 2023 como parte del megaproyecto impulsado por el gobierno salvadoreño con apoyo de la Embajada de China. Con modernas instalaciones, espacios de estudio, zonas tecnológicas y acceso a internet gratuito, el proyecto fue presentado como un ejemplo del desarrollo cultural y educativo del país.
Sin embargo, Alfaro denuncia que ese mismo espacio que promueve la inclusión tecnológica, reproduce prácticas de exclusión social.
“La Biblioteca Nacional de El Salvador es una donación de la Embajada China para nosotros los salvadoreños, pero los dueños actuales generan mucho maltrato a las personas transgénero”, expone en su denuncia.
Daniela explica que asiste frecuentemente a la biblioteca para utilizar las computadoras, ya que no cuenta con una propia y las necesita para redactar su tesis universitaria, requisito indispensable para su graduación en la Universidad de El Salvador.
“Actualmente no tengo los recursos para tener una computadora en mi casa, por ello asisto a la BINAES para elaborar mi trabajo de tesis y poder graduarme. Este trato hostil y denigrante me lleva a abandonar las oportunidades que me permitan crecer y desarrollarme plenamente.”
El acceso a espacios públicos sin discriminación forma parte del derecho universal a la educación, la cultura y la libertad de expresión. Sin embargo, en El Salvador, este derecho parece condicionado por la identidad de género.
“La discriminación y un trato injusto son barreras a mi derecho a ser tratada con respeto y dignidad, y poder acceder a los servicios públicos sin temor a ser discriminada”, enfatiza Alfaro.
Daniela solicita que las autoridades competentes tomen medidas inmediatas para restituir sus derechos como ciudadana salvadoreña, y advierte que la amenaza de ser encarcelada por ejercer su identidad en espacios públicos representa una forma grave de persecución.
“Sin duda, esto es una persecución desde la imposición y la coacción, lo cual repercute gravemente en mi salud física y mental”, escribió en su denuncia.
Violencia institucional y miedo cotidiano
El caso de Alfaro no es aislado.
Las personas trans en El Salvador enfrentan un contexto de violencia estructural y estigmatización que atraviesa la vida cotidiana, desde el acceso a la educación y el empleo, hasta la atención en salud y el uso de espacios públicos.
“Una vez, en el Centro Histórico, un agente de la Policía Nacional Civil solo por estar sentada en un parque me dijo que en este gobierno no se está respetando a las personas LGBT y me tiró mis pertenencias al piso”, relata Alfaro, recordando otro episodio de agresión.
Este tipo de acciones, según organizaciones defensoras de derechos humanos, constituyen una forma de violencia institucional, donde agentes del Estado o personal de instituciones públicas refuerzan prejuicios que vulneran los derechos fundamentales.
El Salvador, a diferencia de otros países de la región, no cuenta con una Ley de Identidad de Género ni con políticas públicas específicas que protejan a la población trans. La ausencia de marcos legales y la falta de reconocimiento administrativo de la identidad autopercibida agravan la vulnerabilidad de este grupo.
Según Alfaro y activistas consultados, existe un clima de impunidad y desinterés gubernamental frente a estos hechos. “La violencia institucional no solo nos quita derechos, también nos quita esperanza”, reflexionó la joven.
Una deuda pendiente: la Ley de Identidad de Género
En 2022, la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia emitió una resolución en la que ordenaba a la Asamblea Legislativa legislar sobre una Ley de Identidad de Género, que permita a las personas trans adecuar su nombre y género en los documentos legales de acuerdo con su identidad autopercibida.
Sin embargo, a la fecha, el gobierno de Nayib Bukele y la actual Asamblea —con mayoría oficialista— no han avanzado en la discusión ni en la aprobación de dicha ley.
Para las organizaciones que acompañan a la población trans, esta omisión es una forma de violencia estructural. “El Estado salvadoreño sigue sin reconocer nuestra existencia jurídica. No tener documentos que reflejen quiénes somos nos expone a humillaciones, exclusión laboral y vulneraciones constantes”, explicó un representante de la organización Comcavis Trans en declaraciones recientes.
La Ley de Identidad de Género no solo busca el reconocimiento nominal, sino también garantizar el acceso a servicios básicos, educación, salud y empleo sin discriminación. En la práctica, la falta de esta ley permite que situaciones como la ocurrida en la BINAES se repitan con frecuencia, sin mecanismos de reparación efectivos.
La invisibilidad legal se traduce en exclusión social. Al no contar con documentos que correspondan a su identidad, las personas trans enfrentan obstáculos para inscribirse en universidades, obtener empleo o incluso acceder a atención médica sin ser expuestas o ridiculizadas.
Un país que sigue vulnerando derechos
La situación de Alfaro pone rostro a una realidad más amplia: la falta de garantías para vivir con dignidad siendo una persona trans en El Salvador. Su testimonio refleja cómo la discriminación no siempre se manifiesta con violencia física, sino también con gestos institucionales de exclusión, humillación y negación de derechos.
A pesar de los compromisos internacionales asumidos por el Estado salvadoreño —como la Declaración Universal de los Derechos Humanos y los Principios de Yogyakarta, que reconocen la identidad de género como parte de la dignidad humana—, las políticas nacionales siguen sin incorporar una visión inclusiva y de respeto hacia la diversidad.
Organismos internacionales como la ONU y la CIDH han advertido que la discriminación basada en identidad de género constituye una forma de violencia que puede derivar en daños psicológicos, pérdida de oportunidades y, en los casos más extremos, crímenes de odio.
En ese contexto, el caso de Alfaro no solo evidencia un acto de discriminación individual, sino también un síntoma de un problema estructural.
“Es triste que en un lugar donde uno va a estudiar, a prepararse y superarse, te humillen por ser quien sos. No pedimos privilegios, solo respeto”, expresó Daniela con tono de frustración.
El retroceso académico tras la censura del lenguaje inclusivo
El caso de Alfaro también puede entenderse dentro de un contexto más amplio: el retroceso institucional que ha comenzado a experimentarse en el sistema educativo salvadoreño tras la reciente disposición gubernamental de prohibir el uso del lenguaje inclusivo en todos los niveles de enseñanza.
Aunque la medida fue presentada por el Ministerio de Educación como una forma de “mantener la pureza del idioma”, especialistas en derechos humanos advierten que esta decisión envía un mensaje de exclusión hacia las personas LGBTQ, especialmente hacia estudiantes y docentes que trabajan por ambientes más respetuosos y diversos.
En la práctica, la censura del lenguaje inclusivo puede profundizar el miedo a hablar sobre temas de género y diversidad en el ámbito académico, limitando la libertad de expresión y el derecho a la educación inclusiva. “Cuando se prohíben palabras, se prohíben existencias”, expresó una docente universitaria consultada, aludiendo a que el lenguaje no solo comunica, sino que reconoce identidades y realidades sociales.
Para jóvenes como Alfaro, que viven en carne propia la discriminación en espacios públicos, esta política representa un nuevo obstáculo en su formación profesional. La falta de apertura institucional no solo afecta la seguridad física de las personas trans, sino también su desarrollo académico y su posibilidad de proyectarse en igualdad de condiciones.
Una lucha por existir y ser reconocida
La historia de Alfaro es la de muchas personas trans en El Salvador que, pese a los avances sociales, continúan enfrentando un sistema que las invisibiliza y excluye. Su denuncia ante la PDDH representa un acto de valentía, pero también de desesperación frente a un Estado que no reconoce plenamente su humanidad.
Mientras no exista una Ley de Identidad de Género ni políticas que garanticen el respeto a la diversidad, las personas trans seguirán expuestas a humillaciones, amenazas y exclusión institucional.
El incidente en la BINAES no debería verse como un hecho aislado, sino como un recordatorio urgente de que la igualdad y la dignidad deben ser una realidad vivida, no solo un discurso.
El Salvador, país que se precia de ser “el país de la libertad y la fe”, sigue en deuda con quienes, como Alfarpo, buscan simplemente estudiar, trabajar y vivir sin miedo.
La justicia y la igualdad no deberían depender de una “orden desde arriba”, sino del reconocimiento de que toda persona —sin importar su identidad o expresión de género— merece respeto, dignidad y la oportunidad de construir su vida plenamente.
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