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Una huelga de hambre en San Isidro, la protesta que no deja dormir a La Habana
Huelguistas fueron expulsados de su sede el jueves

LA HABANA — Un grupo de artistas y activistas disidentes del gobierno cubano, protagoniza una de las crisis políticas más agudas que ha vivido el país en lo que va de siglo.
Al cabo de 10 días acuartelados en una casa de La Habana Vieja y después de una semana en huelga de hambre, los activistas del Movimiento San Isidro (MSI) fueron desalojados a la fuerza en la noche de este jueves durante una gran operación policial.
Este desenlace era uno de los menos probables para un incidente que ya dura un par de semanas. Antes se esperaba el agravamiento y la probable hospitalización de Luis Manuel Otero Alcántara o de Maykel Osorbo, los dos miembros del grupo que también asumieron una huelga de sed. El gobierno, sin embargo, usó como argumento la epidemia de coronavirus para irrumpir en la sede de MSI.
Una nota aparecida en la prensa oficial justificó el desalojo diciendo que el periodista Carlos Manuel Álvarez, recién llegado desde el extranjero, debía repetirse el test de covid-19. El reportero se reunió con los huelguistas después de evadir —”vestido de turista”, dijo— la vigilancia que tenía la policía sobre la casa de la calle Damas entre San Isidro y Avenida del Puerto, en la zona más antigua de la capital.
A su llegada se encontró a 14 personas que llevaban varios días viviendo juntas en un edificio casi derrumbado que los activistas de MSI intentan reconstruir poco a poco. Luis Manuel estaba muy débil a esas alturas de su huelga de hambre y sed.
La mayoría de las fuentes disponibles sobre deshidratación aseguran que un organismo común podría vivir sin agua entre 3 y 5 días. “Se han reportado casos de personas que lograron sobrevivir por más tiempo”, dice una nota sobre el tema publicada en 2016. Luis Manuel, al parecer, es una de esas. Aguantó 6.
En la tarde del 25 de noviembre, el activista comunicó que dejaría la huelga de sed. “Hoy amanecí con ganas de crear, con ganas de vivir”, escribió en su página de Facebook. “Seguiré mi lucha por la libertad del Denis y de todos los hermanos presos y abusados por un régimen en decadencia”, advirtió en su mensaje.
Los activistas eligieron ese confinamiento voluntario después de ser detenidos constantemente por la policía mientras solicitaban la liberación de Denis Solís, un rapero que fue sancionado a 8 meses de prisión por el delito de desacato.
Solís fue detenido a los pocos días haber insultado a un policía en una transmisión de Facebook. “Sígueme haciendo acoso pa’ que tú veas que vas a explotar. ¡Donald Trump 2020!”, le gritó al policía. También usó insultos homofóbicos que preocuparon y alejaron de MSI a una parte de la comunidad LGBTI+ organizada en La Habana, aunque Denis Solís se disculpara por esas ofensas en el último video colgado en su perfil.
Los acuartelados incluyeron en su campaña otra petición: el cierre de las tiendas que venden productos básicos en dólares estadounidenses, una decisión desesperada del gobierno para sobrevivir a la crisis económica que empeoró la epidemia de covid-19.
El último motivo para ponerse en huelga de hambre apareció cuando la policía interceptó a una vecina que les alcanzaba una bolsa de alimentos. Aunque se restableció luego el suministro, una parte de los acuartelados decidió continuar sin alimentarse hasta que Denis Solís quedara en libertad.
El proceso contra el rapero, como permite la ley cubana, fue sumario. En pocos días ya estaba en la cárcel. Varios juristas consideran que ese tipo de procedimiento, aunque legal en Cuba, no respeta las garantías que merece cualquier acusado.
La liberación de Denis Solís, el punto en el que más insistieron los huelguistas, ha sido problemática para quienes piensan que el rapero sí cometió desacato.
Además, varios sitios estatales lo han relacionado con presuntos terroristas en un video difundido en la última semana. En las imágenes, tomadas durante un interrogatorio policial, Solís admite haber estado relacionado con José Luis Fernández Figuera, un sujeto que el mismo material considera “autor de varios hechos de sabotajes hechos en Cuba, circulado por las autoridades cubanas desde el año 2017”.
El video presenta a Figuera como “miembro de una organización terrorista autodenominada ‘Lobos Solitarios’”. Sin embargo, no existe información pública sobre ese grupo terrorista ni acerca de los sabotajes que se le atribuyen.
“Lobo solitario” es un término genérico usado en las últimas décadas para referirse a individuos que actúan como terroristas por su cuenta, sin afiliarse a ninguna organización.
Los huelguistas de MSI desestimaron estas acusaciones, lo mismo que abogados como Eloy Viera Cañive. “Lo que para cualquier persona podría considerarse una confesión, para mí es una manipulación. Denis Solís no fue sancionado por ningún delito de mercenarismo, por recibir dinero, por estar instrumentalizado desde ningún lugar, fue sancionado por un delito de desacato”, dijo el jurista en una transmisión de la revista digital El Toque.
No existe ninguna versión, ni oficial ni independiente, que explique las razones por las que el policía entró a la casa de Solís. El único documento a la vista es la directa del propio acusado, donde se le ve insultar al oficial sin recibir ninguna réplica.
Ese fue el incidente que provocó la huelga de hambre y sed en una casa de San Isidro. Pero todo llegó mucho más lejos y se ha convertido en un foco de rebelión civil, no violenta, que genera simpatías y rechazos indistintamente.
Los desalojaron y se fueron al Ministerio de Cultura
Sobre las 8 pm de este jueves, los usuarios de Facebook e Instagram no pudieron acceder a esas redes sociales desde La Habana. En la próxima hora, los sitiados y sus amigos serían desalojados con violencia sin que quedaran más evidencias gráficas que las tomadas por la policía.
Después de ser expulsados, los miembros de MSI y las otras personas que se alojaban con ellos, fueron liberados en sus viviendas legales. Durante la madrugada de este viernes, sin embargo, se produjeron nuevas detenciones.
Luis Manuel Otero Alcántara no aceptó quedarse en el apartamento de Katherine Bisquet, como sugirieron las autoridades, que mantenían ocupada a esa hora la sede de la huelga en San Isidro. Entonces continuó bajo custodia. Anamely Ramos, en protesta por la situación de Luis Manuel, se hizo detener frente a su edificio en Centro Habana.
En la tarde de este viernes, se conoció que Ramos se hallaba en casa de la activista Omara Ruiz Urquiola, una de las desalojadas de San Isidro. De Luis Manuel Otero Alcántara no hay noticia. Amnistía Internacional emitió un comunicado donde lo calificó como “prisionero de conciencia”.
Decenas de artistas y activistas se manifiestan todavía a esta hora (9:30 pm) frente al Ministerio de Cultura, en La Habana, para protestar contra el desenlace violento contra los sitiados en San Isidro.
Los promotores de la manifestación que comenzó en la mañana y sumó a más de cien personas, difundieron un documento con demandas para el gobierno.
“Repudiamos, denunciamos y condenamos la incapacidad de las instituciones gubernamentales en Cuba para dialogar y reconocer el disenso, la autonomía activista, el empoderamiento de las minorías y el respeto a los derechos humanos y ciudadanos”, dice el documento.
“En solidaridad con nuestros hermanos del Movimiento San Isidro exigimos que la justicia no se ejerza a discreción”, observa también, para después solicitar al gobierno que “elimine el odio político y cree sistemas reales y efectivos desde donde se escuchen las demandas de la ciudadanía estableciendo garantías para un diálogo desprejuiciado y honesto que no tenga represalias para los que alzan su voz”.
Al cierre de esta nota, 30 de los manifestantes fueron admitidos en el Ministerio de Cultura para exponer sus demandas al viceministro Fernando Rojas, según varias fuentes consultadas en el lugar de la protesta.
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Un país que vota desde el miedo y la esperanza
Candidatos pro-LGBTQ ganaron en todo el país
Estados Unidos volvió a las urnas el 4 de noviembre de 2025, y el resultado fue mucho más que una contienda electoral. Lo que se vivió en Virginia, Nueva Jersey, Nueva York, Miami y California fue una radiografía moral y política de una nación que vota entre el miedo y la esperanza. Los votantes hablaron desde la incertidumbre, pero también desde la convicción de que el país todavía puede ser un espacio de justicia, inclusión y respeto.
Las victorias de Abigail Spanberger en Virginia y Mikie Sherrill en Nueva Jersey, junto al ascenso del progresista Zohran Mamdani a la alcaldía de Nueva York, el avance demócrata en Miami y la aprobación de la Proposición 50 en California, marcaron el ritmo de una elección que dejó un mensaje claro para la administración Trump: el miedo puede movilizar, pero no logra sostener el poder. La ciudadanía eligió con el corazón, cansada de los discursos de odio y del espectáculo político, y con la esperanza de reencontrarse con una política que mire hacia la gente, no hacia el poder.
El caso de Nueva York sintetiza ese cambio de rumbo. Zohran Mamdani, hijo de inmigrantes, musulmán y abiertamente progresista, centró su discurso de victoria en la defensa de la dignidad humana y la solidaridad.
“Esta noche hicimos historia”, dijo ante una multitud diversa que lo vitoreaba. “Nueva York seguirá siendo una ciudad de inmigrantes: una ciudad construida por inmigrantes, impulsada por inmigrantes y, a partir de esta noche, liderada por un inmigrante”.
Pero su mensaje más poderoso fue el que dedicó a las comunidades más vulnerables: Aquí creemos en defender a quienes amamos, ya seas inmigrante, miembro de la comunidad trans, una de las muchas mujeres negras que Donald Trump despidió de un trabajo federal, una madre soltera que aún espera que bajen los precios de los alimentos o cualquier otra persona que se encuentre contra la pared”.
Esas palabras resonaron como una respuesta a los años de retrocesos y ataques legislativos contra las personas LGBTQ y, en especial, contra la comunidad trans. Mamdani prometió ampliar y proteger el acceso a la atención médica afirmativa de género, destinando fondos públicos para garantizar que “todos los neoyorquinos tienen acceso al tratamiento médico que necesitan”. Su compromiso coloca a Nueva York como un faro de resistencia frente a la ola de políticas restrictivas que han surgido en varios estados del país.
Lo ocurrido en noviembre tiene, además, un profundo significado para quienes viven en los márgenes del poder. Para la comunidad trans, estos resultados representan algo más que un respiro político: son una afirmación de existencia. En tiempos donde el discurso oficial ha buscado borrar identidades, negar tratamientos y criminalizar cuerpos, la victoria de líderes que defienden la inclusión devuelve la esperanza de vivir sin miedo. El voto trans, y el voto LGBTQ en general, fue más que un gesto cívico: fue un acto de supervivencia y de resistencia.
La elección también habló al corazón de las comunidades inmigrantes, de las personas que viven con VIH o enfermedades crónicas, de las minorías raciales y de quienes luchan por un salario justo. En un país donde tantos sienten que la política los ha olvidado, estas victorias locales devuelven la posibilidad de creer en la democracia como herramienta de transformación. Son un recordatorio de que la esperanza no es ingenuidad, sino el acto más valiente de quienes deciden seguir de pie.
Miami, por su parte, envió una señal inesperada. En un bastión republicano históricamente alineado con la administración Trump, la candidata demócrata tomó la delantera y forzó una segunda vuelta. En una ciudad diversa, con fuerte presencia latina, afrodescendiente e LGBTQ, el avance progresista fue un mensaje de ruptura con el voto automático y con la política del miedo. Las urnas del sur de la Florida demostraron que los cambios comienzan en los lugares menos previsibles.
Para la administración Trump, la lectura es clara. El país está enviando una advertencia: los derechos humanos no se negocian. La economía importa, pero también importa la dignidad. Los votantes quieren soluciones reales, no eslóganes; respeto, no manipulación; empatía, no imposición.
Las comunidades LGBTQ y trans han sido el rostro visible de una resistencia que no se rinde. Cada voto emitido fue un acto de esperanza frente al miedo; cada victoria, una respuesta a la violencia simbólica e institucional. Las palabras del nuevo alcalde de Nueva York se convirtieron en símbolo nacional porque trascendieron la política partidista: recordaron que en medio de la oscuridad, la humanidad todavía puede ser una política pública.
Las urnas de noviembre hablaron con la voz de quienes han sido marginados, atacados o invisibilizados. Hablan las personas trans que exigen respeto, las parejas que defienden su amor, los jóvenes que no aceptan ser silenciados, los creyentes que apuestan por una fe inclusiva y las familias que siguen creyendo en un país posible. En medio del miedo, el país eligió esperanza. Y esa esperanza —imperfecta, frágil, pero viva— puede ser el principio de una nueva historia: una en la que la igualdad no sea un sueño, sino una promesa cumplida.
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Doble exclusión, misma dignidad
Personas con discapacidades en América Latina y el Caribe se luchan dos batallas.
En un continente donde los derechos de la comunidad LGBTQ avanzan y retroceden al ritmo de los vientos políticos, hay una realidad que casi nadie nombra: la de quienes, además de pertenecer a esta comunidad, viven con una discapacidad física, motora o sensorial. En ellos convergen dos batallas —la del reconocimiento y la de la accesibilidad— que se libran, la mayoría de las veces, en silencio.
Según el Banco Mundial, más de 85 millones de personas con discapacidad viven en América Latina y el Caribe. Al mismo tiempo, la región alberga algunos de los movimientos LGBTQ más visibles del mundo, aunque persisten graves formas de violencia y exclusión. Sin embargo, los estudios que cruzan ambas realidades son casi inexistentes. Y esa ausencia de datos también es una forma de violencia.
Ser una persona LGBTQ en América Latina todavía implica, en muchos casos, enfrentar el rechazo familiar, la discriminación laboral o la exclusión religiosa. Pero si a eso se suma una discapacidad, las barreras se multiplican. En palabras de un activista brasileño citado por CartaCapital, “cuando entro a una entrevista, me miran primero la silla de ruedas y después descubren que soy gay. Ahí empieza el doble filtro”. Este fenómeno, conocido como doble prejuicio, se refleja tanto fuera como dentro de la propia comunidad LGBTQ. A menudo, la discapacidad sigue siendo invisibilizada incluso en marchas del orgullo o campañas de diversidad, donde predominan imágenes de cuerpos normativos y jóvenes. El capacitismo —esa discriminación basada en la idea de que solo los cuerpos funcionales son válidos— se cuela incluso en los espacios que deberían ser los más inclusivos.
La desexualización de las personas con discapacidad es una de las formas más sutiles de exclusión. El reportaje argentino Sexo, discapacidad y placer, publicado por Distintas Latitudes, expone cómo la sociedad suele negar el derecho al deseo y al amor de quienes viven con alguna limitación física. Cuando además se trata de una persona LGBTQ, la negación se duplica: se les niega el cuerpo, el deseo y, con ello, una parte esencial de su dignidad humana. Como afirma la psicóloga mexicana María L. Aguilar, “la desexualización de las personas con discapacidad es una forma de violencia simbólica. Y cuando se cruza con la diversidad sexual, se convierte en una negación del derecho al placer y a la autonomía”.
El ejemplo más visible de inclusión llega desde el deporte. En los Juegos Paralímpicos de París 2024, al menos 38 atletas LGBTQ participaron, según un informe de Agencia Presentes. Pero la pregunta permanece: ¿cuántas personas LGBTQ con discapacidad fuera del ámbito deportivo logran tener voz, empleo, pareja o acceso a los servicios básicos? En un continente marcado por la desigualdad, la intersección entre orientación sexual, discapacidad, pobreza y género produce una combinación de vulnerabilidades que pocas políticas públicas abordan.
Diversos estudios advierten que las personas LGBTQ en América Latina presentan tasas más altas de depresión y ansiedad que la población general. A su vez, los informes sobre discapacidad en la región señalan altos niveles de aislamiento y falta de apoyo. Pero no existen datos interseccionales que midan cómo se viven estos desafíos cuando ambas realidades se cruzan. En países como Chile, el Observatorio de Discapacidad e Inclusión advierte una alta prevalencia de problemas de salud mental y un acceso insuficiente a servicios especializados. En Estados Unidos, investigaciones del Trevor Project muestran que los jóvenes Latine LGBTQ tienen mayor riesgo de intentos de suicidio cuando enfrentan discriminación múltiple. En América Latina y el Caribe, la ausencia de estadísticas en este campo no solo refleja desinterés: también perpetúa la invisibilidad.
Ni las leyes sobre discapacidad mencionan explícitamente a la población LGBTQ, ni las políticas de diversidad incorporan la variable de discapacidad. Un informe de la International Disability Alliance sobre la región advierte que las personas con discapacidad LGBTQ “enfrentan discriminación múltiple y carecen de protección específica”. Pese a ello, surgen señales de esperanza: en México, el Colectivo de Personas con Discapacidad LGBTQ+ impulsa iniciativas para visibilizar la exclusión doble; en Brasil, la organización Vale PCD desarrolla proyectos de inclusión laboral y cultural; y en el Caribe oriental, el Proyecto LIVITY, de la Eastern Caribbean Alliance for Diversity and Equality (ECADE), fomenta la participación política de personas con discapacidad y de la comunidad LGBTQ.
La verdadera inclusión no se mide por las rampas, ni por los discursos de tolerancia. Se mide por la capacidad de una sociedad para reconocer la dignidad humana en todas sus expresiones, sin lástima, sin morbo, sin condiciones. No se trata de aplaudir historias de superación, sino de garantizar el derecho a una vida plena. Como dijo un líder caribeño citado por ECADE: “La inclusión no es un gesto, es una decisión moral y política”.
Este tema exige una conversación continental. América Latina y el Caribe solo podrán hablar de igualdad real cuando el cuerpo, el deseo y la libertad de las personas LGBTQ con discapacidad sean respetados con la misma fuerza con que se proclama la diversidad. Nombrar lo que aún no se nombra es el primer paso hacia la justicia. Porque lo que no se mide, no se atiende; y lo que no se mira, no existe.
Hace un siglo nació en Cuba una mujer que transformó el mapa sonoro del mundo. Celia Cruz fue más que una cantante: fue una embajadora de la alegría, una voz que rompió muros, y un símbolo de identidad para generaciones enteras que encontraron en su grito de ¡Azúcar! una manera de resistir y de celebrar la vida.
Desde sus inicios en Las Mulatas de Fuego hasta su consagración con La Sonora Matancera, su voz se volvió sinónimo de fiesta, de nostalgia y de dignidad. Con su risa grande y su presencia arrolladora, Celia enseñó que el arte no solo entretiene: sana, consuela y redime. “Mi voz quiere volar, quiere atravesar…” cantaba, y lo hizo. Atravesó océanos, dictaduras, fronteras y lenguas. Voló desde La Habana hasta Nueva York, desde el Caribe hasta los escenarios del mundo entero, llevando consigo el eco de una isla que amó hasta el último suspiro.
En los años 90, cuando la crisis de los balseros desgarraba el corazón de Cuba, Celia regresó a su tierra. Lo hizo cantando en la Base Naval de Guantánamo, suelo cubano bajo control estadounidense. Allí, frente a hombres, mujeres y niños que habían huido del dolor, su voz se alzó como un himno de esperanza. No fue una visita política: fue un regreso espiritual. Fue su manera de besar la tierra que la vio nacer, de cantar por quienes no podían hacerlo y de abrazar a su pueblo con el poder de su música. En ese escenario, cuando pronunció “Por si acaso no regreso…”, el aire se llenó de lágrimas y tambor.
Decir Celia Cruz es hablar de Cuba, incluso cuando Cuba no podía pronunciar su nombre. En cada salsa, guaracha o rumba, vibraba el latido de una patria que vivía en su garganta. Fue nominada a trece Premios Grammy y seis Latin Grammy, de los cuales ganó cinco, y recibió doctorados honoris causa de universidades como Yale y Florida. Pero más allá de los premios, su verdadero reconocimiento fue el amor del pueblo que la hizo inmortal.
Y es que Celia no cantaba solo para divertir: cantaba para levantar el espíritu. “Oh, no hay que llorar, porque la vida es un carnaval…”, nos dejó como legado, recordándonos que el dolor también puede bailarse, que las lágrimas pueden convertirse en tambor, y que mientras exista un poco de música en el alma, habrá esperanza.
El 16 de julio de 2003, Celia se despidió del mundo desde su hogar en Fort Lee, Nueva Jersey, pero su voz no se apagó. Viajó primero a Miami para recibir el homenaje de su gente del exilio y reposa finalmente en el Bronx, donde los suyos le llevan flores y canciones. Sin embargo, la verdad es que nunca se fue: Celia Cruz sigue viviendo en cada fiesta, en cada radio, en cada rincón donde suena una clave y alguien grita ¡Azúcar!
Celia fue más que una reina. Fue un puente entre lo que fuimos y lo que soñamos ser. Nos enseñó que se puede triunfar sin olvidar las raíces, que se puede cantar sin perder la fe, y que la alegría también es una forma de resistencia. Su voz no solo atravesó el tiempo: lo conquistó.
Porque donde hubo Celia, hubo luz. Donde hubo Celia, hubo vida. Y mientras el mundo siga bailando al compás de su “carnaval”, la Reina seguirá reinando… por siempre.
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